Paco y yo, dos intelectuales de sofá y queso curado, decidimos salvar la democracia a golpe de vino tinto y opiniones no solicitadas. La noche comenzó con una botella de Ribera y terminó con la certeza de que el país está perdido… aunque el queso estaba espectacular.

Mientras nos zampábamos un Bucarito que podría haber sido declarado patrimonio nacional, Paco defendía sus ideas con la pasión de un tertuliano de madrugada, y yo contraatacaba con argumentos sacados directamente de memes políticos. El consenso era imposible, pero el queso sí que nos unía. Porque si algo tiene España, además de paro y políticos capullos, es buen queso.
La segunda botella de vino nos llevó a un punto de inflexión: la calvicie. Porque claro, ¿cómo vamos a arreglar el país si ni siquiera podemos arreglar nuestras entradas capilares? Así que, entre insultos cariñosos y brindis por la Constitución (la de 1812, por supuesto), decidimos hacernos un implante de pelo. Juntos. Como símbolo de reconciliación nacional. Paco quiere el estilo de Sánchez, yo el de Begoña. El cirujano ya nos ha dicho que no hace milagros, pero que con suficiente injerto y poca vergüenza, todo es posible.
Al final, no arreglamos España, pero sí salimos con cita para el injerto y una resaca que podría tumbar a cualquier gobierno. Y eso, señores y señores , es lo más cerca que hemos estado de una coalición.