Del quirófano a la UCI

Dedicado con todo mi agradecimiento a la gente estupenda del Hospital Universitario de Cáceres

Del quirófano a la UCI. Lo primero que vi o adiviné, entre los vapores de la anestesia, fueron dos caras sonrientes que dicen no sabes muy bien qué. Y yo, en mi ánimo de agradar, pronuncio frases inconexas y les pregunto que si me han cortado el cuello, cómo es posible que lo tenga aún pegado al resto del cuerpo.

Las caras sonrientes desaparecen, se esfuman. En su lugar surge una cohorte de mascarillas, que empiezan a enchufarte, como si fueras una toma de alta tensión, a todos los aparatos habidos y por haber, y te das cuenta que hasta este momento ignorabas la cantidad de sitios en las que te pueden clavar una aguja.

Más atontado de lo habitual, empiezo a tener alguna sensaciones; oyes pitidos e intuyes luces de colores como si estuvieras en el tiovivo y, sobre todo, sientes que la vejiga es como un globo a punto de estallar.

El conejo

«Quiero orinar», balbuceo. Una solícita mano me acerca un recipiente y dice «toma, hazlo en el conejo» y tú miras el recipiente que no parece ningún conejo, sino más bien una botella con una boca muy grande; y piensas «tendré que hacerlo aquí». Pero no te ves con fuerza y te lo dejan apoyado en la mesita auxiliar.

Del quirófano a la UCI con un conejo

Pasan las horas y tu necesidad de orinar ya es una riada. Tu vejiga se inflama hasta el punto de no saber si es la cabeza o es la vejiga la que tiene ese tamaño. Entonces echas mano del conejo, lo pones entre las piernas e intentas meter el pito, una labor que no aconsejo a nadie, mas si cabe estando rodeado de monitores, envuelto en cables, en tubos y oyendo pitidos por todos lados.

Al cabo, lo conseguí y esperé. Pero nada ni una gota. Estuve 10 minutos y ni una gota; y cada vez que parecía que asomaba la puñetera gota, un ruido, una voz, un chasquido, un pitido la asustaba y volvía a la vejiga. Y así 20 minutos y el conejo entre mis piernas, mirando con cara de conejo y yo pensando «cómo voy a mear al conejo». Así que desistí.

Como mi capacidad de miccionar era ninguna, llegó la amenaza en forma de enfermera y me indicó que u orinaba por las buenas o de lo contrario tendrían que sondarme.

Asustadísimo, volví a coger el conejo, con el que ya tenía cierta amistad, y volví a meter mi pene en su boca, pero nada de nada. Y así me pasé medianoche entre pitidos, los alaridos de la mujer de al lado que gritaba como una posesa y yo con el miedo a que el conejo cerrara la boca y se tragara mi pito.

Gin tonic

Y pasaron las horas a la velocidad que dura un minuto en el microondas. Me di masajes en la vejiga, pensé en los gin tonics de Bulldog que preparaba mi ex y con un esfuerzo supremo y, con la amenaza nuevamente de sondarme, me surgieron de lo más profundo de mi ser unas tímidas gotas que fueron bienvenidas como el maná de Moisés, como la lluvia en tiempos de sequía.

Oriné al conejo y oriné a la cama; oriné a la UCI. Aquel manantial imparable me llegaba al cuello recién operado, pero me quedé tranquilo como un dios; y mirando a la enfermera triunfante, pensé: «Ahogué al puñetero conejo y tú no me has sondado».

La noche en esa UCI pasó intermitente: un ratito dormía, un ratito vigilaba, un ratito gritaba la mujer de al lado y a las 3.30 de la madrugada pregunté: «¿Qué hora es?» y me dijeron las 3.30. Quedaban horas por delante de luces, pitidos y vagones del metro a toda velocidad. Conforme avanzaba la mañana, aquello se iba pareciendo al pasillo del metro: camillas para un lado y para otro, voces, gritos, saludos de bienvenida: «Cómo estás, qué tal las vacaciones, se me ha perdido el perro, me he dormido esta mañana…». Y yo ahí, en medio de aquella estación, atado a los mil cables y a los mil pitidos.

Tres amazonas

Con la luz del día, se abrió la puerta y aparecieron tres mujeres como tres amazonas. Poderosas, enormes, hasta guapas me parecieron. Pensé que el delirio de la UCI me producía espejismos, pero en lugar de arcos y caballos, traían toallas y esponjas, y me dijeron: «Vamos a lavarle un poquito».

El sueño erótico de estar poseído por tres mujeres a la vez terminó de la manera más humillante que uno puede imaginarse. Conforme una levanta la sabana, otra se aplica profesional a lavarme, no, a fregarme y lo hizo de arriba abajo incluyendo mis partes íntimas.

Me dio la vuelta, limpió el culo, las orejas, el pelo y las otras dos me zarandeaban como un muñeco de trapo.

Me echaron colonia y, sin darme cuenta, estaba boca abajo con el culo en pompa. Perdí mi oportunidad de ser poseído por tan bellas damas. Me convertí en un felpudo y se fueron, y no dijeron nada y yo me quedé boca arriba tapadito con la sábana. Eso sí muy limpio.

Y nos dieron las 10

Cuando miré hacía el lado, allí estaba otra vez el conejo. Ese recipiente se había apoderado de mi voluntad y nuevamente tenía ganas de orinar. El conejo me miraba y yo miraba al conejo. Pensé: «Esta vez no, esta vez yo no meo en un conejo». Así que aguanté y aguanté. Pasó la enfermera y me preguntó: «¿Usted no hace pis?». Con toda la dignidad que te queda tras una noche de UCI, le dije que prefería esperar a poder levantarme e ir al váter.

Sobre las 10 de la mañana, me informaron de mi salida a la habitación 242. Soñaba con mear de pie. Como en la canción, nos dieron las diez y las once y la una y las dos y las tres.

Llegué a la 242 apunto de reventar. Dos enfermeras me esperaban al lado de la cama. Les pedí casi sollozando que me llevaran al váter. Una de ellas, rápida como el rayo, me acercó un conejo y allí acabó todo.

NOTA: En la habitación 242, un paciente arrojó una botella de plástico a la cabeza de una enfermera. Los encargados de seguridad redujeron al paciente en medio de un charco de pis.

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