Desde niño se había caracterizado por su compromiso, su sensatez y su responsabilidad; cualidades a las que incorporaba un espíritu jaracarandoso, alegre, desenvuelto, ocurrente y jovial.
Estas peculiaridades marcaban su personalidad y le convertían en una persona cautivadora, seductora y admirable; con un halo de divinidad. Le costaba muy poco conseguir la atención de los demás. Era como un encantador: en cuanto hablaba, todos le seguían; nadie cuestionaba sus ocurrencias; nadie discutía sus acciones. Su entusiasmo era arrollador e irresistible.
Por eso, no vaciló cuando le propusieron ser candidato a la presidencia del gobierno. No reflexionó si era apto o no; si sus capacidades respondían a las necesidades de los ciudadanos; si sus competencias se encontraban a la altura de un estado en crisis; si él disponía de inteligencia, aptitud e idoneidad para gobernar.
Durante la campaña, empleó toda su artillería arrebatadora para encandilar a los votantes. Fue fácil. No fingía. Su campechanía y espontaneidad contribuían a maravillar y a fascinar a un electorado carente de incentivos, estímulos y acicates.
Ahora se encuentra sentado en un sillón, por cierto, lacerante, emplazado en un despacho frío, austero, desapacible e incómodo, y rodeado de personas que le han transformado en un títere, en un espantajo, un mequetrefe sin personalidad con el que maniobran a su antojo. Se sentía un impostor.
2 comments
21/02/2023 at 13:19 —
Que bien escribes
21/02/2023 at 22:45 —
Triste final para alguien que ha sido datado de esa personalidad. Me gusto, la lectura se aceleró por momentos y acabé con un frenazo en seco. Muy bueno