Fui a cortarme el pelo. Según la prestigiosa Kelvinator University, un hombre, blanco, heterosexual, con estudios superiores y pelo, acude a la peluquería 960 veces a lo largo de su vida, ni siquiera llega a las mil. Yo voy recorriendo esos números y observo, con horror, que cada vez estoy más cerca de la cifra fatal de los 960 pelados.
En estos años, la evolución peluquera ha sido notable. No voy a hablar de los avances técnicocapilares, ni de la incorporación de la mujer al cerrado mundo de las barberías con Floïd y Gillette. Solo quiero contar mi experiencia de los últimos 60 años ante los 20 minutos que dejas tu cabeza en manos de un (a) desconocido (a) en un total ejercicio de confianza que no le darías ni a tu madre. Y hablando de madre. Ella fue la primera que me hizo notar la ninguna capacidad de decidir sobre tu corte de pelo.
Me llevaba a «Vallejo, especialidad en corte de pelo para señoras y niños. Higiene y prontitud». Allí te sentaban en un taburete, cual potro de tortura. Tu madre detrás, con el peluquero, que atendía los requerimientos maternos. En frente, el espejo, en el que iban apareciendo mis orejas cada vez más grades. Al rato, después de mojarme la cabeza, me bajaban de allí convertido en un par de orejas con flequillo, con el cuello en carne viva, no fuera a quedar ni un pelo.
Crees que cuando seas mayor nadie mandará sobre tu pelo. Craso error. El primero que sigue mandando es el peluquero, empeñado siempre en ofrecerte un corte, que tú no sabes que es el mejor, porque tú no sabes lo que te conviene. Así que le pides, por ejemplo, que te suba las patillas y pueden pasar dos cosas: que te ponga los pies encima o que salgas como Curro Jiménez.
Luego viene la opinión de tu pareja, a la que nunca le parece suficientemente corto o suficientemente largo. Y así hasta la eternidad.
La camilla
Bueno. Fui a cortarme el pelo. A estas alturas, la liturgia peluquera es apabullante. Para empezar te convierten en señor. Señor por aquí, señor por allá. Seguidamente, se interesan por la finura de tu cabello y te ofrecen ungüentos que lo pondrán gordo cual cerdo de matanza. Me llevaron a un sala oscura con una camilla. Me invitaron a echarme y, por un momento, dudé de la finalidad de aquello. No sabía si me había equivocado de sitio, pero no. Solo era para lavarte la cabeza.
La camilla daba masajes en la espalda, la peluquera deba masajes en la cabeza. Consecuencia, me dormí.
Con estos antecedentes, sentado delante del espejo, me preguntó cómo quería el corte, y claro, le contesté: «Como tú quieras».
Y mientras donaba mi cabeza a la ciencia peluquera, en un permanente selfie, me dio por pensar en mi mujer y su pelo.
Yo me enamoré de su melena; la tenía larga, densa como un helado Häagen-Dazs. Podías perderte una semana enredado en ella.
No sé por qué, seguro que en Kelvinator University lo saben, cada vez que se enfada conmigo, se lo corta. La melena desapareció y lleva camino de transmutar en la cantante calva, aunque me imagino que, antes de llegar a eso, se comprará una peluca, o dejará de enfadarse.