A toda pastilla

Hasta ahora he observado con suficiencia a todos mis amigos que tienen que tomar una pastilla cada mañana para aliviar múltiples dolencias: Benedicto, Felipe, Paco, Sonia, Carmen…

Todos ellos dependen de un comprimido diario y yo, inmune, con una salud de hierro, los miro desde mi atalaya a la que no alcanzan los laboratorios farmacéuticos.


Llegué a la conclusión, bastante fácil de deducir, de que las pastillas forman parte de los procesos de la enfermedad o de la edad, aunque creo que ambas son la misma cosa y yo ni estaba enfermo ni tenía edad, hasta que de pronto llegó a mi vida la pastillita.

Todas las mañanas abro la puerta del armario de los medicamentos —ya es un armario— y me tomo la píldora que me acompañará hasta que la palme. Y para que no se me olvide, todos los dispositivos electrónicos que tengo me recuerdan, con distintas alarmas, mi dependencia y mi decadencia. Incluso mi ex me envía WhatsApps recordándomelo; creo que lo hace para mortificarme, ella es tan mala como la píldora.

Ahora, en mi tarjeta sanitaria hay una receta permanente que me obliga a ir a la farmacia cada mes para abastecerme del medicamento. Es como una mancha en el expediente de un militar, como una multa, como una pérdida de puntos en tu carnet de conducir, como un pecado gordísimo en tu alma pura. Es como estar casado con la boticaria sin los beneficios de la farmacia.

Creo que la gente me mira y piensa: ‘Ahí va el de la pastillita’. Y Benedicto, Felipe, Paco, Sonia y Carmen me miran con condescendencia y se ríen a carcajadas.

Suena la alarma del teléfono y acaba de entrar un WhatsApp de mi ex, los dos para lo mismo: recordarme que tengo que tomar la pastilla.

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