Me he levantado esta mañana con una duda ética atragantada entre la madalena y el Colacao. Una de esas dudas que te hacen mirarte al espejo y preguntarte si, en el fondo, debajo de esta capa de ciudadano ejemplar que recicla el plástico y cede el asiento en el bus no habita un auténtico psicópata en potencia.
La cosa es sencilla. Me acaban de contar que a alguien que me hizo daño, a un «enemigo» (si es que a estas alturas de mi provecta edad seguimos teniendo enemigos y no simplemente «gente que nos sobra»), le ha ido mal. Bastante mal.
Y yo, en lugar de sentir esa solidaridad universal que nos venden en los anuncios de Navidad, en lugar de sentir un pellizco en el corazón o un «pobrecillo, nadie se merece eso», he sentido… nada. O peor aún: he sentido una calma chicha. Una satisfacción sutil, como cuando encuentras un billete de diez euros en el pliegue del sofá.
Y me siento mal. Me siento mal por no sentirme mal.
Nos han vendido la dictadura del «ser de luz». Se supone que debemos estar por encima del bien y del mal, en poner la otra mejilla, que el rencor es un veneno que uno se bebe esperando que muera el otro. Nos dicen que la altura moral se demuestra compadeciendo incluso al que te puso la zancadilla, al que te humilló en aquella reunión o al que te rompió el corazón con la frialdad de un témpano.

Pues no: es mentira.
La biología es caprichosa. Nuestro cerebro, esa masa gelatinosa diseñada para sobrevivir en la sabana, entiende de justicia poética. Y cuando el Universo, el Karma o la puñetera casualidad deciden equilibrar la balanza y darle una leche al que se pasó la vida repartiéndolas, tu cerebro no llora. Tu cerebro aplaude, el mío fervorosamente.
No es que seas mala persona. Es que estás muy cansado.
Estás cansado de poner la otra mejilla. Cansado de ser el bueno de la reunión. Agotado de tener que gestionar no solo tus problemas, sino también la corrección política de tus pensamientos inconfesables.
Hay una diferencia enorme entre desear el mal activamente —eso de tener un muñeco vudú en el cajón de los calcetines— y disfrutar pasivamente del espectáculo de la realidad. Si tú no has empujado a nadie por las escaleras, no tienes la culpa de que se hayan caído. Y tampoco tienes la obligación moral de bajar corriendo a curarles las heridas si ellos fueron quienes te empujaron a ti primero.
La indiferencia ante el dolor ajeno, cuando ese «ajeno», no es crueldad. Es salud mental. Es el mecanismo de defensa de tu alma diciéndote: » tranquilo. Esta guerra ya no es tuya. Y mira, parece que van perdiendo».
Así que me zampé la madalena migada en el Colacao . No soy un monstruo por no llorar las desgracias de quien se alegró de las mías. Soy humano. De los regulares , rencoroso a ratos y con memoria.
Hoy el desayuno sabe un poco mejor que ayer, y no pasa absolutamente nada. La culpa se la dejo a quien tenga mala conciencia. Yo solo estoy mirando el paisaje.
