Resumen de lo publicado: En el capítulo anterior fui confinado en una habitación, inoculado con pastillas radiactivas y convertido en Hormiga Atómica. Pasan los horas y mis atómicos poderes van desapareciendo a la misma velocidad que aumenta mi desesperación por el encierro.
Con mis niveles radiactivos a la baja y mi luz verde Virgen de Fátima cada vez menos brillante me ha dado el bajón. Los 10 pasos que separan la puerta de la ventana de mi habitación, y que recorro cual hámster, se me hacen cuesta arriba. Las horas no pasan. Lo único que rompe la monotonía es la traída de la comida que depositan a toda velocidad en una mesa protegida por una plancha de plomo.
Mis opciones de entretenimiento se van agotando. Una vez que he aprendido como usar el water atómico, no hago pis en la ducha y si me salpica una gota en la piel, la froto hasta que me sale brillo. Y hace frío. Pero, mucho frío.
Por la noche, sueño que soy un pingüino sin bufanda. Desde que me encerraron estoy en pijama. En mini pijama. Se ve que el ahorro ha llegado a la lencería hospitalaria y el mío debió ser de un bebé grande porque las mangas me llegan poco más abajo del codo y los pantalones parecen bermudas.
Llegados al punto de congelación no me queda más remedio que apretar el botón nuclear. Pulso la perilla de socorro y, desde algún espacio interestelar, una voz metálica me interpela por la causa de mi atrevimiento. Le explico, hablándole al techo, que mi cuerpo, amoratado por el frío, necesita calor. La voz se apiada de mí y promete soluciones. Al poco tiempo, se abre la puerta y una mano asoma con una manta, una bata y otro pijama.
Me puse el pijama sobre el pijama, la bata encima y encima la manta. Pasé de ser la Hormiga Atómica a Superman hospitalario y, en lugar de la S marcada en el pecho, surgieron brillantes y radiactivas las siglas Sacyl (Sanidad de Castilla y León), y me metí en la cama.
Y al tercer día resucité. Después de una noche soñando con barras de grafito, Hiroshima y Nagasaki, y con el director de la Central Nuclear de Almaraz, me desperté. Salí de mi disfraz de Superman y, sentado en la cama, me pues a escuchar los pasos en el pasillo esperando que algunos se parasen en mi puerta con la esperanza del rescate. Mi cuerpo parecía volver a su estado natural; es decir, ruinoso. Ya no brillaba, ni irradiaba ni volaba. Presentía que mis horas atómicas terminaban y me puse triste. Volvería a casa, a mi sofá moldeado por mi culo y la única radiación sería la del televisor.
Se abrió la puerta. Una enfermera con mascarilla se puso a un metro de mí y, con un contador, midió mis niveles de radiactividad. «Son normales», me dijo, «ya se puede ir a casa».
No sé si la emoción por salir, o la pena por dejar de ser héroe del cómic, me hizo soltar una lágrima, una lágrima verde fosforito, como la Virgen de Fátima.
2 comments
10/01/2025 at 11:02 —
Tu historia es sumamente divertida y de una frescura muy original, diferente en el mejor sentido. Me gustaría que no terminara aquí y siguieras convirtiéndote en otro tipo de héroe, esta vez teniendo que enfrentarte a un mundo bajo una clara amenaza de visitantes hostiles.
Saludos y felicidades por el relato.
10/01/2025 at 15:01 —
Fresca es por el frío que pasé