Tratas de evitar que el dolor llene tu vida y guardas en el cajón del olvido los momentos inciertos; aprovechas tu memoria selectiva para sobrevivir, pero tan solo se trata de una fórmula de engaño, de no encarar la realidad para afrontarla. Pero, al final, siempre existe un detonante que te refresca la memoria para que esa incertidumbre regrese y lo inunde todo.
No hay nada que hacer: si no desafías a tus fantasmas, ellos te asfixian a ti.
Y algo así me ocurrió la otra noche.
Había pasado un día glorioso. Por la mañana, el gym; al mediodía, aperitivo con las amigas; comida con Luján; tarde de lectura y escritura; y noche de pasión con Doménico. No hubo tiempo para cenas, tan solo frenesí acompañado con Moët & Chandon en el hotel más exclusivo de Madrid. Y, al llegar a casa, el espectro ya se había instalado en mi mansión; sin avisar, sin anunciarse, sin pedir permiso, pero imponiendo su existencia fantasmal porque sí, no era un espíritu; era de carne y hueso, pero hacía más de dos décadas que no sabía nada de él; que había desaparecido de mi vida sin dar explicaciones, sin comunicarse en 20 años. Y, ahora que me había olvidado de él, que ya no contaba para mí, que me consideraba una viuda sin muerto, decide regresar del trasmundo para importunarme.

En un segundo, me cerebro se llenó de las imágenes de aquellos días y, con la misma rapidez, sacudí la cabeza ahuyentando un pasado demoledor y catastrófico. Algo debía hacer y no iba a temblar. Pero, ¿qué hacer? Hacía demasiado tiempo que mi sesera no pergeñaba conspiraciones y, muchos menos, con el objetivo de acabar con un problema irresoluble.
Pero, por segunda vez no podía posponer la solución. Ya lo hice hace 20 años y, cuanto más confiada estaba, cuando ya creía que mi nuevo estatus me garantizaba la impunidad, el destino volvía a jugar conmigo y me devolvía lo que había dejado atrás sin reparación.
Aunque el dinero me sobra, soy de gustos sencillos. Vivo en una casona en el centro de Madrid. Sí, es grande y lujosa, pero me gusta estar sola. Por ello, no dispongo de servicio. Una mujer se encarga de la intendencia durante varias horas al día, pero, al llegar la tarde, la casa solo es para mí. Por ello, la presencia del espectro había pasado desapercibida. Nadie sabía que estaba allí. De hecho, nadie sabía que seguía vivo. Esto me facilitaría las cosas, pero tenía que liquidarlo esta misma noche.
Me mostré amable, cariñosa, ávida de su presencia como si estas dos décadas me hubiera significado un calvario sin él. También recordaba su afición por el güisqui Macallan the Reach de 1940 y, curiosamente, contaba con una botella que costaba casi 100.000 euros. Ese sería el precio de mi libertad y de mi tranquilidad; y me pareció barato.

Pero, claro, el güisqui no sería suficiente. Ni bebiéndose la botella, moriría. Necesitaba algo más y rápido. Evidentemente, no podía acercarme a la droguería y comprar un veneno. En un asesinato, lo importante no solo es el resultado, sino no dejar evidencias por si la muerte desencadenaba una posterior investigación policial. Por ello, debía encontrarlo en casa. Recordé la botella de matarratas líquido que me vendieron con el casoplón y también su carácter insípido. El fantasma no percibiría la ponzoña que acompañaba a su bebida favorita.
No podía perder más tiempo. La noche avanzaba y este problemilla debería solucionarse antes del comienzo del día.
Abrí la botella y con una jeringuilla introduje el tóxico en el líquido. No recordaba si lo ingería solo o rebajado con agua. Por eso, preferí mezclarlo. Abandoné la cocina con la botella y un vaso exclusivo en una bandeja, que dejé en la mesita baja del salón. Solo quedaba que mi Belcebú trasegara el bebedizo. Y claro que lo hizo; con ganas, con fruición, babeando, paladeando los 100.000 euros, regocijándose de su dominio sobre mí.
Le miraba asqueada, hastiada y atribulada. No percibía señales de intoxicación. Mi plan fracasaba y, a él, al alcohol le inyectaba más bravura. Se levantó del sofá y se acercó a mí. Empezó a babosearme. Luché. La repugnancia me provocaba arcadas. Estaba perdida. Debía abandonar y reconocer mi fracaso. Y, cuando creía todo perdido, se desplomó encima de mí. Como pude lo arrojé lejos. Me levanté y toqué su cuello. No había pulso. Suspiré aliviada: todo había acabado. Ya podía recuperar mi vida, extraviada por unas horas.
Deshacerme del cadáver fue fácil. Las ventajas de vivir en una casa grande y antigua: tiene recovecos ignotos. Sabía de una zona en el sótano donde emparedarlo. Y así lo hice, con lo que no contaba era que no existen los crímenes perfectos y yo no iba a ser la primera asesina en conseguirlo.

Semanas después, cuando más confiada me encontraba, se presentó la policía en casa. Intenté convencer a los agentes que hacia 20 años que no sabía nada de ese individuo, pero no me creyeron y la prueba fue contundente: el fantasma llevaba un localizador en el tobillo izquierdo. Había pasado las últimas dos décadas en una prisión de alta seguridad y estaba en libertad vigilada.
En fin, para concluir. Ahora soy yo quien paga con la cárcel sus pecados y para toda la vida. El juez fue implacable.