«No es por dinero»: la frase clave de los tacaños (análisis sarcástico)

Es la dulce melodía de la negación monetaria. Ese cántico celestial que resuena en cada transacción ligeramente inflada, en cada factura que se atreve a superar las expectativas más rácanas. ¡Oh, la nobleza de espíritu! ¡La absoluta indiferencia por la vil moneda! Uno casi puede imaginarlos, seres etéreos flotando por la vida, desprovistos de cualquier consideración terrenal como el valor de su tiempo o el esfuerzo ajeno.

El fontanero

«No es por dinero«, declaran con un aire de mártir ofendido, justo después de haber puesto el grito en el cielo porque el fontanero les cobró la tarifa estándar de un sábado. ¡Claro que no es por dinero! Es por principios, por la indignación ante la mera sugerencia de que algo tenga un precio justo. Seguramente, el fontanero debería haber estado encantado de pasar su fin de semana bajo su fregadero, resolviendo problemas de tuberías como un acto de caridad pura. ¡Qué descortesía la suya al osar presentar una factura!

Y ni hablar del carpintero que se atreve a valorar su trabajo manual, esas horas invertidas en perfeccionar la técnica, los materiales de calidad que utiliza. «No es por dinero», aseguran con un tono que implica que el artesano debería sentirse honrado de que su humilde persona considere siquiera adquirir su obra. ¡El dinero! ¡Qué vulgaridad! Lo que realmente importa es el aprecio por el arte, la belleza intrínseca del objeto… que, casualmente, les gustaría obtener con un descuento sustancial, si no de forma completamente gratuita.

La magia

Es extraordinario observar cómo esta frase mágica se despliega en los escenarios más variopintos. Desde el amigo que regatea hasta el último céntimo en la cuenta del restaurante, no miro a nadie, («No es por dinero, es que no me gusta que me engañen»), hasta el vecino que se queja amargamente del precio de la comunidad, sí miro a alguien, («No es por dinero, es que no veo que se haga nada»). ¡Por supuesto que no! Debe ser pura filantropía lo que les impulsa a revisar cada gasto con lupa, a buscar la opción más barata aunque implique una calidad cuestionable o explotar al proveedor de turno.

Uno casi podría creerles, si no fuera por la persistente sensación de que sus bolsillos están cosidos con hilo de acero reforzado y custodiados por mastines diminutos pero feroces. La frase «no es por dinero» se convierte entonces en una cortina de humo, una elegante manera de enmascarar una tacañería patológica, una aversión visceral a desprenderse de sus preciados euros.

Así que la próxima vez que escuches a alguien proclamar con vehemencia «no es por dinero», sonríe con comprensión. Asiente con solemnidad. En tu interior, sabrás la verdad. Sabrás que, muy probablemente, estás ante un espécimen particularmente evolucionado de la subespecie Homo miserius extremus, un maestro consumado en el arte de la negación financiera y un firme creyente en que el mundo debería girar en torno a la máxima de «lo quiero todo, al menor precio posible, o mejor aún, gratis». Y todo, por supuesto, «no por dinero». ¡Qué ironía tan deliciosa!

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