El ser humano, en su infinita fragilidad, a veces comete el error táctico de buscar empatía. Es un desliz de principiante. Te ocurre algo —una pequeña desgracia, una alegría mínima, un dolor en el hipocondrio derecho— y sientes esa necesidad suicida de compartirlo con el prójimo (a). Craso error.
Porque ahí están ellos. Acechando en la maleza de la conversación. Son los secuestradores de historias.
Tú te acercas, ingenuo, y sueltas tu frase: «Oye, pues llevo una semana que me duele la rodilla al subir escaleras…». Y antes de que puedas siquiera articular el verbo «dolor», ellos ya han activado el resorte. Han olido la sangre, pero no para curarte, sino para devorarte con su propia historia.
«¿La rodilla? Eso no es nada. Yo el año pasado tuve una distensión de ligamentos cruzados con tirabuzón tubular que me dejó en silla de ruedas tres meses. Es más, ahora mismo, mientras hablas, siento como si me estuvieran taladrando el menisco con un punzón oxidado.»

Y ya está. Se acabó. Tu dolor de rodilla ha sido desintegrado, pulverizado y barrido bajo la alfombra de su monumental sufrimiento. Has pasado de ser el protagonista de tu pequeña tragedia a ser un mero figurante, un telonero de su puñetero menisco.
No es que no te escuchen; es peor. Te utilizan como trampolín. Tu anécdota es simplemente el pie forzado, la excusa barata que necesitan para desenrollar el pergamino de sus vivencias. Si tú has ido a París, ellos han vivido en Montmartre y conocen al nieto del panadero de Amélie. Si a ti te ha dejado tu pareja, a ellos les dejaron por WhatsApp el día de su boda mientras les operaban de apendicitis.
Es el «Yoismo» de competición. No hay medalla de plata para tu historia.
Lo flipante es observar sus ojos mientras tú intentas (inútilmente) terminar tu frase. No hay escucha activa. Hay impaciencia. Se les ve en la retina la ruedecita de carga girando mientras buscan en su archivo mental qué archivo .zip pueden descomprimir para tapar el tuyo. Tu voz es para ellos lo que los anuncios de la teletienda para un insomne: ruido de fondo hasta que vuelve su programa favorito: ELLOS TV.
Al final, la charla se convierte en una partida de tenis contra un frontón. Tú lanzas la pelota esperando un intercambio, y te vuelve a 200 km/h directa a la frente.
Y terminas tú, con tu dolor de rodilla intacto y sin consuelo, asintiendo y consolándoles a ellos por aquella vez que se les encarnó una uña en 1998. Porque en su mundo yoista, tu única función es ser el público que aplaude mientras ellos recogen, una y otra vez, el Oscar a la mejor Interpretación dramática.
Ni hablar dejan. Ni hablar.
