Ayer, entre cerveza y cerveza, mi amigo Paco, hombre de rotundas ideas y piernas rotundas, se vino arriba y despotricó contra la, para él, nefasta moda de llamar al abuelo yeyo, al tío tito y a la abuela abueli.
“Vamos, que mi sobrina me llama tito, y la mato. ¡Soy tío Francisco, coño!”. Le soltó al pobre Benedicto, quien había contando como su nieto le gritaba: ¡Yeyo, yeyo!
La tesis de Paco fue creciendo en argumentos y en cerveza, de modo que llegó a la conclusión que no llamar a tu abuelo abuelo es una forma de disimular la vejez, para que los niños solo vean un mundo de color ‘rosainstagram‘. Al otro lado de la jarra de cerveza, Benedicto defendía que su nieto lo nombra yeyo porque es más fácil de pronunciar. Ahí entré yo afirmando que más fácil de pronunciar todavía es hacer ¡ufff!, por ejemplo, y no conozco nene alguno que llame así a su abuelo.
En el fondo de la disputa, lo que se ventilaba es la forma dulzona, almibarada, estomagante y rosa palo con la que los yeyosabuelis de ahora tratan a sus nietecitostiernitos.
La amenaza siempre es la misma: ¡Cuándo seas abuelo ya verás cómo se te cae la baba con el nieto!.
Cuando sea abuelo puede que se me caiga la baba, pero porque no sea capaz de retenerla en la boca. Ahora bien, si a alguien se le ocurre llamarme yeyo, mi reacción será la de mi amigo Paco: ¡Soy abuelo, coño!.