Hoy le he preguntado a una aplicación de inteligencia artificial cómo enamorar a una mujer, no a una cualquiera, sino a la que tengo aquí al lado, que pareciera que es mi pareja por alguna promesa a la Virgen del Carmen, no por enamoramiento, y esta ha sido la respuesta:
Hace unos días mantuve una discusión sobre los eufemismos y cómo estos se tiñen con las connotaciones negativas de la palabra a la que sustituyen.
Dado que el asunto es un hecho lingüístico poco discutible, no seré yo quien le enmiende la plana a los de Madrid, no polemicé más y me centré en demostrarle a mi interlocutora que no hace tanto las palabras, hoy inapropiadas, eran de uso común, aceptado y permitido; apoyado su uso por políticos, militares, curas piadosos y madres superioras.
Eufemismos
Términos como cojo, lisiado, disminuido, inválido, minusválido, subnormal, ciego, incapacitado están hoy en la cárcel de la moralina condenados por ser descripción de un estado de las personas y han sido sustituidos por otros, que sin la menor duda, acabarán en la misma cárcel dentro de unos años.
Catedrático
Don Jesús Cañedo fue un cátedro de mi universidad, experto en literatura del Siglo de Oro. De su persona recuerdo que era un poco ogro, fumador empedernido, que se alimentaba de tortillas francesas y de novelas picarescas. Se parecía, a mí me lo parecía, a José María Rodero, un famoso actor de la época.
Era un tipo de modales secos desde la altura de su cátedra. En fin, creo que sabía todo sobre literatura y, aunque podía mostrarse distante, era condescendiente con tipos como yo, empeñados en hacer lectura política de Don Gil de las Calzas Verdes, o descubrir las, por otra parte inexistentes, raíces judías de Jorge Manrique.
Jesusín
El profesor Cañedo tenía un hijo subnormal, entonces se decía así. Jesusín, como lo llamaban en casa, debía tener ocho o diez años cuando ocurrió la historia contada por su padre en el aula. No sé a cuento de qué.
El niño tenía una auténtica obsesión por hablar con el rey. Tanto insistía e insistía, que a su padre se le ocurrió una idea para darle gusto al crío. Se puso en contacto con un amigo, le explicó el tema y quedaron que este llamaría por teléfono a Jesusín haciéndose pasar por el rey.
El rey
La llamada se produjo. El niño habló con el presunto rey, quien se interesó por sus avances en la escuela y otros aspectos de su vida.
Finaliza la conversación, el padre le dice al hijo: «Bueno, estarás contento, ya has hablado con el rey». El niño responde: «Papa, ese no era el rey». «¿Por qué?», pregunta el padre. «Pues porque en todo el tiempo que hemos hablado el rey no ha dicho la reina y yo».
Y don Jesús Cañedo cerró la historia usando la frase más tierna que yo he oído para definir a un niño subnormal, entonces era palabra aceptada. Dijo refiriéndose a su hijo: «Y esa mentepequeña descubrió al falso rey porque no mencionó a la reina».
Algunos de mis más admirados escritores han sufrido el síndrome denominado «no hay huevos de acabar esto». Les ha sucedido cuando las palabras escritas hacen lo que les da la gana, importándoles un carajo las intenciones del autor. Ahí van unos ejemplos:
Lo bueno de tener un gato es que te calienta los pies, te consuela la tristeza, escucha tus conversaciones sin replicarte, te enseña tu lugar en el mundo, siempre un peldaño por debajo de él, y caza las moscas en verano.
Lo malo es que se muere sin pedir permiso y te deja más solo que la una.
Así, que pasado el luto, esto solo lo entenderán los muy gatunos, te pones a buscar otro minino que siga llenando la casa de pelos y que ocupe siempre tu sillón favorito demostrando quién manda aquí.
La tienda de animales
El primer impulso es ir a la tienda de animales más cercana y traerte el gato envuelto en celofán. Y vas, y el atento vendedor te pregunta si has hecho el curso formativo para la tenencia de animales de compañía. Primer problema. Luego te explica la variedad inmensa de bichos de cuatro patas con bigote. Segundo problema. Y, por último, te valora el gato a precio de carne de Wagyu. Último problema.
Sales de la tienda sin gato y con la sensación de traficar con esclavos felinos. Lo que te lleva a pensar en otras opciones para conseguir el animalejo; mucho mas solidarias y baratas, por cierto. Adoptar.
Con la idea de adoptar el gato te reconcilias con tu conciencia. Te sientes solidario, buena gente, salvador de vidas y generoso de narices. Buscas en internet protectoras de animales, perreras municipales, refugios y otras instituciones benéficas pro bichos vivientes.
Y entonces te enfrentas a un nuevo escollo del que no sabias nada. ¡EL CUESTIONARIO!.
Empiezas a rellenarlo. La primera parte pide tus datos personales: nombre, apellidos, dirección… Hasta ahí nada que no sea común. Pero cuando sigues leyendo empieza un interrogatorio que debe estar preparado por la CIA. Veintiocho preguntas que abarcan todos los ámbitos de la vida de uno. Salud, economía, trabajo, capacidad de gasto, convivencia familiar, etcétera. Creo que es el mismo cuestionario que se exige a los aspirantes a astronauta.
Y el domingo me daban en casa un duro. Un duro, para los de la Logse, citando a Goyo Jiménez, era una moneda de cinco pesetas. Es decir: cero coma cero trescientos un euros.
El padre Goicoechea, el Goico para los de la escolanía, fue un sacerdote de la Congregación de los Redentoristas. Compositor, director de coros, profesor, musicólogo. Una eminencia en su campo. Vivió 93 años. En la actualidad dirige los Coros Celestiales del Séptimo Cielo.
El padre Goicoechea ( Foto:Coral de Cámara de Navarra).
Pero, no es de su dilatada carrera profesional, plena de éxitos, de lo que quiero hablar. Vengo a contar y a cantar la Octava de Mahler.
Yo estrené en España La Octava Sinfonía de Gustav Mahler, la Sinfonía de los Mil, título que se explica por la siguiente suma:
Yo, obsérvese mi modestia, y otros noventa y nueve niños, y cuatrocientos intérpretes de los orfeones Pamplonés y Donostiarra, y ochenta músicos de la Orquesta Nacional de España y un director, Rafael Frühbeck de Burgos, que era de Burgos, y El Goico. Total: quinientos ochenta y dos intérpretes, de ahí el nombre: Sinfonía de los Mil.
Don José María Goicoeche Aizcorbe, en adelante el Goico, sabía todo de la música y de repartir hostias como panes.
A saber:
1.- Con la llave del coro en la cabeza 2.-Con la mano abierta 3.-Con la regla de madera 4.-Con pellizco de patillas. Modelo don Fortunato 5.-Y otras variantes no incluidas en este contrato
Y todo esto como tributo a Gustav Mahler.
Gustav Mahler (Wikipedia)
Comenzaron los ensayos de la escolanía. Tras un escrutinio, quedamos veinte elegidos para mayor gloria de San Ignacio.
Después de la última clase de la tarde empezaba el ensayo:
!aaeiioaaaaaaa, aaaaaaeeeeeiiiiiiooooo. aaAAeIIIooAAAAA, AAAAAAEEEEIIIIOOOOAAAAAAA! (cántese en voz alta y vocalizando). Quince minutos de escalas, de aburrimiento y de irse la tarde por la ventana de la clase.
El reto era grande: teníamos que cantar en alemán y en latín. Teníamos doce o trece años y las hormonas frescas como lechugas, y en frente al Goico, que se quitaba la sotana con fuerza volcánica y en mangas de camisa nos gritaba: «¡Silencio a la una, silencio a las dos, silencio a las tres!». Pero el silencio no se producía a las tres. En ese momento, cabreado él, nos pidió una regla y yo, que estaba en la primera fila de pupitres, le ofrecí, inocente de mí, la regla de 60 centímetros nuevecita que había llevado ese día a clase.
La hizo trizas contra el pupitre. Se hizo el silencio y los centímetros rotos yacieron el resto del ensayo entre mis pies.
El sistema de aprendizaje no parece hoy muy ortodoxo, sin embargo ayer era lo corriente.
Pasaban las tardes y nuestro alemán y nuestro latín cada vez sonaban mejor, eso sí, ni idea de lo que cantábamos.
También aprendimos a no llevar reglas a los ensayos.
La bomba fétida
En uno de esos ensayos, Lafuente, de voz primera, tuvo la ocurrencia de tirar una bomba fétida. Curioso, el Goico la olió y el resto de Pamplona también. Los cánticos se detuvieron y comenzó la investigación. «¿Quién ha tirado esa bomba?», preguntó el padre. Silencio absoluto y hediondo. Tras unos minutos en los que el aire se cortaba, sin que apareciese el terrorista fétido, el Goico se sentó en una silla. Nos llamó uno a uno y nos dio sendas hostias como panes. Fin del ensayo por hoy.
Pero no todo era tan doloroso. Las voces sonaban mejor cada tarde y el alemán parecía nuestra segunda lengua, tras el latín.
Viajamos en autobús a Granada. Las casetes de chistes surcaron las carreteras de media España. Tras varios días de ensayos, yo y los otros quinientos ochenta y un intérpretes, estrenamos La Octava Sinfonía de Gustav Mahler.
Éxito arrollador. Felicitaciones al padre Goicoechea por su escolanía. Fotografía de todos los intérpretes a doble página central de la revista Blanco y Negro. Me busqué con una lupa y ni por esas.
De regreso a casa, escuchamos la grabación que el Goico había hecho con un radiocasete. Él estaba emocionado. Nosotros también.
Mi madre, inventora de la economía circular, del reciclado y de la cocina de aprovechamiento, le dio un cosido a la puntera
De mi paso por el colegio de Primaria, todavía recuerdo algunos nombres y algunas historias. Los Azagra, Aizpún, Goyena, Álvarez, Lascoity , Fuentes, Morán… eran como yo: niños de siete u ocho años pertenecientes a notables familias navarras. Alumnos de Las Misioneras del Sagrado Corazón, justo detrás de Cristo Rey y cerquita del Tenis.
Eran como yo en lo de siete u ocho años. En los demás nada. Ni mi familia era notable, salvo por las roscas de vino que hacía mi madre, ni era navarra.
Otra diferencia que me separaba de mis compañeros era mi extraordinaria capacidad para no hacer nada. Mientras la clase atendía con fervor misionero las explicaciones de la madre Anunciación sobre las reglas de urbanidad, por ejemplo; a mí me distraía el vuelo de una mosca, sobre todo cuando había, y si no había mosca, la imaginaba. Todo con tal de no pegar sello.
El del cuerno, en la boca, soy yo. El de los zapatos Gorila es mi hermano y los tenía nuevos
Incomprensiblemente para mí, fui castigado por la madre Landín con el débil argumento que yo había tardado una semana en escribir del uno al cien. No sé por qué hay que poner límite de tiempo a esas cosas, teniendo en cuenta que no me dijeron cuándo debía terminar la tarea.
Fin de Curso
En fin, llegó el fin de curso. La madre Anunciación nos dijo: «Mañana, a la hora del recreo, todos en la puerta. Vendrá Turgel». El fotógrafo de la calle Olite nos haría una foto de toda la clase para recuerdo imperecedero de aquel curso.
Con mi cabeza dispersa en cualquier cosa, no presté atención a la convocatoria; y cuando llegó el momento de la foto, los Azagra, Aizpún, Goyena, Álvarez, Lascoity, Fuentes, Morán y todos los demás se presentaron de punta en blanco, y yo allí con mis gorilas de lona.
Aquellas botas Gorila traían una pelotita de regalo. ¡Eso era marketing!. Las mías se habían ido deteriorando y a pesar que mis pies crecían, las botas no. Resultado: un agujero en la puntera, respiradero para el dedo gordo.
Mi madre, inventora de la economía circular, del reciclado y de la cocina de aprovechamiento, le dio un cosido a la puntera. A mí, aquel zurcido me llevaba por la calle de la amargura. El tiempo que estaba de pie lo pasaba con unas posturas, entra bailarín del Bolshói y niño a punto de orinarse encima. Con el pie derecho me pisaba la puntera cosida del izquierdo y así tapaba la vergüenza.
El maldito día de la foto de grupo parecía que todos mis compañeros habían vaciado la calle Zapatería. Todo eran botas brillantes y zapatos nuevos; a su lado, y en primera fila, mis gorilas remendadas gritando al mundo: ¡Hidalgo lleva la bota zurcida!
En la foto final, de entre los 40 niños hay uno con un pie pisando el otro, como si se estuviera orinando: Hidalgo, el de las botas Gorila.
Mi padre era carpintero, como San José. De San José no se conoce ningún mueble digno de mención, ni siquiera consta que fuera hábil con el torno o maestro con la gubia. De mi padre, sin embargo, quedan muestras de sus trabajos en muchos lugares. Piezas únicas; como un reloj de madera, que funciona, y del que dejo la prueba gráfica aquí.
Reloj de madera principios siglo XX. Obra Eduardo Hidalgo Marcos, museo de mi casa
Era un hombre de pocas palabras en casa y muchas fuera de ella. Sería por la censura de su señora esposa, mi madre, digo yo.
Aquel hombre que puedo ser Carlos Gardel, por su voz profunda; Clark Gable, por sus orejas; Rodolfo Valentino, por sus patillas o el mismísimo Dalí por su ojos grises, decidió renunciar a todo eso, se hizo carpintero y se casó con mi madre, pero eso es para otro post.
De san José no se conoce palabra y de mi padre tampoco muchas. Algún no a mis peticiones de «papa me dejas el coche» o algún toma hijo, mientras me daba un silbato de hojalata, su forma de no tener que mostrarme su cariño con palabras.
Alguna vez me pregunté cuál sería la razón de sus silencios y creo que la encontré en una fotografía dedicada que le propinó su novia, luego su mujer, y luego mi madre, allá por los años 30.
La secuencia es la siguiente: él le manda a su novia una foto con elegancia y sombrero en la que escribe: «A mi único amor con todo cariño, tu Edu«. Y ella, su futura esposa, le contesta con otra fotografía en la que mira al infinito y le dedica: «Con cariño desinteresado de tu Elita«.
Normal. Si alguien dice que te profesa un cariño desinteresado, es como para quedarse frío y mudo. Supongo que hace falta más de una vida para entender eso; y entiendo que pensar en ello todos los días, acabase con las ganas de hablar de cualquiera.
No sé si mi conclusión es real porque, naturalmente, mi padre nunca me lo contó.
Resumen de lo publicado: En el capítulo anterior fui confinado en una habitación, inoculado con pastillas radiactivas y convertido en Hormiga Atómica. Pasan los horas y mis atómicos poderes van desapareciendo a la misma velocidad que aumenta mi desesperación por el encierro.
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