La Casera

La Casera, del Colaco ya escribiré cualquier día, estuvo presente en mi vida y en la vida de mi familia muchos años.
Dio de beber, y de comer, a generaciones de los míos y la botella transparente formó parte de la iconografía de mi infancia.
No sé cómo, ese agua gasificada y edulcorada, cuyas burbujas salpicaban la nariz al beberla, se convirtió en parte fundamental de la dieta de media España. La otra media bebía sifón, todavía más incomprensible.
En mi casa, mi madre, economista por la Universidad de Kelvinator que se regía por la austeridad y el ahorro en el consumo, La Casera estaba fuera de la norma. Íbamos a botella por día. Se bebía como si cualquier cosa.
Todos los mediodías, al llegar del colegio, me mandaban por una botella al bar Sanz. Como único pago me quedaba los cromos de futbolistas, que venían dentro de un capuchón de papel, envoltorio del sofisticado tapón de la botella. ¡Maldita la gracia! A mí no me gusta el fútbol.
Mi paladar unió las alineaciones del Madrid, Atlético, Osasuna, Sevilla y hasta del Alcoyano con las burbujas azucaradas de la gaseosa.
Pero si en mi casa se consumía, en la de mi abuelo se vivía de ella. Era distribuidor de la marca y tenía el colmo de la sofisticación: casera blanca, de limón y negra.
Lo que yo no sabía entonces es que la botella de La Casera, sin mediar provocación alguna, iba a traicionarme de aquella manera.
La estación de ferrocarril de Atocha significaba para mí la mitad del camino entre Pamplona y Badajoz.
Tras siete horas de viaje en el Ter, llegabas a Madrid Atocha, de donde partía el expreso de medianoche, como en la película, que a la mañana siguiente te dejaría en la estación de destino pintado de carbonilla.

Aquella estación era vapor, calor, ruido, silbidos, relojes verdes, maleteros, visitadores golpeando las ruedas de los vagones con largos martillos para conocer su estado, guardafrenos, mozos de equipajes… ¡Viajeros al tren!.

Y mi padre, delante con las maletas, y mi madre siguiéndole deprisa hacia el tren conmigo de la mano. Y yo, con una mano en la de mi madre y la otra sujetando la botella de La Casera, sorteando viajeros, visitadores, guardafrenos, jefes de estación, trenes de maletas… Entre el vapor de las máquinas, el quejido de los frenos y relojes verdes a toda velocidad.
Cámara Lenta
Yo inventé la cámara lenta. Y la inventé en la estación de Atocha, cuando aquella maldita botella de La Casera, como si no quisiera seguir el viaje, se me escapó de la mano. Lentamente, muy muy despacio, se estrelló contra el suelo. Lentamente se hizo añicos y lentamente los trocitos de cristal, las burbujas que salpicaban la nariz volaron por toda la estación.
Y se hizo un silencio como nunca he oído. Todo quedó congelado: el vapor de las máquinas suspendido en el aire como si fuera sólido, el chirrido de los frenos, los gritos de los mozos, el olor a carbón. Todo se congeló y las tres mil doscientas personas que estaban en Atocha a las once y veintiocho de aquella fatídica noche volvieron sus miradas hacia mí entre cansadas y burlescas.
Yo me quedé mirando al suelo, rojo como el carbón en la caldera de las máquinas. Así habría estado la Eternidad de la que me sacó mi madre con un tirón de la mano: «¡Vamos que perdemos el tren!».
Nunca más volví a beber casera.



