«Abuela ha muerto». Esa frase retumba en su cabeza como las insistentes campanas de una iglesia; le presiona las sienes como el martilleo de la música en una discoteca, pero ni su corazón ni su cerebro atinan con el significado.
La incredulidad se ha instalado en ella. Recela del mensaje, desconfía, sospecha de alguna maniobra familiar. Saben que sólo la abuela Matilde le haría contactar con ellos.
Perorata inconexa
Es verdad que hace tiempo que no charla con ella. La gira mundial le trae loca; una esquizofrenia de países, de teatros, de espectadores, de hoteles... y, cuando llega a la habitación, sólo desea meterse en la cama, agotar el día para descontarlo de su estrecha agenda. Pero, la última vez, «¿estaba bien?», se pregunta; aunque, ahora se da cuenta, que sólo habló ella, soltando una perorata inconexa para terminar cuanto antes y colgar.
Su familia siempre ha sido una molestia. Suena feroz, cruel y desalmado, pero cuando anunció que rechazaba el marquesado de Brunancia para convertirse en payaso, la repudia parental alcanzó límites inimaginables.
Zancadillas
Le pusieron tantas zancadillas que llegaron, incluso, a amenazar a su representante y a empresarios para impedir su éxito. Ella no les perdona, aunque el tiempo favorece el olvido y ya la indiferencia preside sus sentimientos hacia su familia.
Salvo con la yaya Matilde, la única que entendió su necesidad de escapar y hacer algo más que acudir a fiestas encopetadas con gente aburrida, cínica e hipócrita.
Pero, Matilde ha muerto. Ya no será el sostén, el amparo, el refugio, el consuelo y el hombro en el que suspirar. Ahora, la soledad comienza a echar raíces en su triunfante vida; una existencia tan falsa, tan falaz y tan impostora como de la que se fugó.
Por fin, se da cuenta de que no hay tiempo para odiar.