El cuento del señor Cero

Hace años, cuando para dormir a mis hijos había que contarles un cuento, me inventé algunos.

Cansado de repetir el viaje de Caperucita por el bosque, harto el pobre lobo de comerse abuelas, hasta las narices, mis hijos y yo, de miel y queso, nació el cuento del señor Cero.

Sin pretenderlo, cree un cuento didáctico, matemático, con moraleja y tan extenso como el insomnio de los niños requiriese. Me creo inventor del cuento acordeón.

De este tipo de narración acordeón hubo un precedente años antes. En un viaje en coche con mis sobrinos, para entretenerlos durante 500 kilómetros, les conté las peripecias de una piedra pómez, que fue peregrinando hasta Santiago de Compostela. A la piedra le paso de todo; a mis sobrinos, les entró la modorra y el conductor del coche casi se duerme con la narración. Pero no sucedió nada. Los 500 kilómetros pasaron volando, la piedra pómez llegó a Santiago, el conductor no se durmió y yo acababa de crear el cuento acordeón, on the road en su versión inglesa: largo como un día sin pan y sin fin como la idiotez.

Y ahora voy a contar el cuento del señor Cero.

Vaya por delante que este cuento mejoraría notablemente con ilustraciones. Pero, mi incapacidad de hacer la o con un canuto, añadida al lamentable estado de mis finanzas para contratar al artista, lo impiden. Eso sí, si algún generoso creador lo hace gratis, le prometo participación en los pingües beneficios que, sin duda, reportará la obra acordeón.

El cuento

El señor Cero dirigía un carrito de helados, justo en frente de la fábrica de números primos. Siempre estaba enfurruñado. Era un cero malhumorado y triste; un cero a la izquierda.

En esto llegó el señor Uno: «Buenos días señor Cero, un helado de limón”. Cero, sin mediar palabra, le dio el helado y a otra cosa. Y el Uno se sentó en el banco de comer helados.

Al rato vino el señor Dos: «Buenos días señor Cero, un helado de fresa«. Cero, sin mediar palabra, le dio el helado y a otra cosa. Y el Dos se sentó el en banco de comer helados.

El turno del señor Tres: “Buenos días señor Cero, un helado de nata». Cero, sin mediar palabra, le dio el helado y a otra cosa. Y el Tres se sentó el en banco de comer helados.

Uno tras otro, los números pasaban por el carro del señor Cero y, uno tras otro, se llevaban su helado y el enfurruñamiento del Cero.

En el banco de comer helados, los números se preguntaban el porqué del cabreo permanente del heladero. Entre churretes de helado llegaron a la conclusión que el Cero se veía a sí mismo como alguien inútil, sin valor y de ahí su enfado. Y el Uno, que por algo lo era, propuso la solución.
«Poneos uno de tras de otro», le dijo a sus colegas. La fila resultante fue 123456789.

Llamaron al Cero enfadado y le dijeron: «Señor Cero, póngase el último en la fila». El Cero se dejó caer rodando hasta el final y se puso tras el nueve.

Con él en la fila la cifra pasó del millón al billón.
Cero se quedó de piedra, todo lo de piedra, que puede quedarse un cero. Y se dio cuenta de lo importante que podía ser.

Tan contento se puso, que invitó a los nueve números a todos los helados que pudieran comerse.

Moraleja

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