Comer mierda (1/2)

Visto el título, a más de dos no les apetecerá ni seguir leyendo ni lo otro. Para quienes mantengan impasible el ademán, ahí va.

El recreo se hacía en el patio interior del edificio del colegio, formado por las traseras de la caja de ahorros y las paredes de la iglesia. Era un espacio estrecho que no conocía el sol ni en agosto. El suelo de cemento acumulaba una suerte de barrillo gris, producto de las cientos de pisadas de los niños —no había niñas— que lo ensuciaban todo con sus botas gorila.

De aquel lugar guardo dos recuerdos imborrables, como las manchas de mora: uno erótico y el otro gastronómico. El primero es heredero del segundo, pero a efectos de esta historia invertiré el orden.

Visto el título, a más de dos no les apetecerá ni seguir leyendo ni lo otro. Para quienes mantengan impasible el ademán, ahí va.

El caso es que aquella mañana de febrero hacía frío, mucho frío. A las 11 nos mandan al recreo. Salíamos con abrigo, gorro y, los más pijos, hasta con guantes. Vigilados por don José Duclos, cuyo apellido no olvidaré nunca porque lo escribía en la pizarra para que le mandásemos regalos en Navidad, nos dedicamos a corretear por el mini patio, nos quitamos el frío y relajamos el culo, tieso como un palo después de dos horas de pupitre; de paso, caía el bocadillo de mortadela del martes. Don José vigilaba, entre cigarro y cigarro, y atendía al pelota de turno que tenía necesidad de consultarle la regla de tres a aquel portento de las matemáticas.

Mediado el recreo de media hora, don José Duclos se marchaba a tomar un café, dejando en su lugar un montón de colillas como recuerdo.

El alivio de su ausencia nos dejaba mostrarnos como éramos: unos auténticos cafres y disfrutar de unos minutos para el recreo como Dios manda. No consta que Dios mande en los recreos, pero es lo que hay.

A menudo, el currusco del bocadillo era tan duro que acababa tirado en el suelo y usado como pelota. Así, el patio, tras el recreo, parecía los restos de una panadería bombardeada, lleno de trozos de pan.

La guerra

Y en aquel recreo, alguien tuvo la brillante idea de montar una guerra de curruscos.

Dos ejércitos de niños con las mejillas rojas de frío se enfrentaron a curruscazos, tirándose la abundante munición que había en el suelo. La victoria no estaba clara para nadie, y los panes volaban de un lado al otro del patio, hiriendo de mierda a quienes les caían .

Y en esto apareció don José. Su llegada fue anunciada por el humo de su permanente colilla. Tras él, sus ojillos fríos y todo arropado con su gabardina de Roberto Alcázar.

La guerra se detuvo de inmediato; los panes cayeron al suelo como el plomo, y la paloma de la paz sobrevoló nuestras cabezas.

Los dos ejércitos nos rendimos ante Duclos; solo nos quedaba esperar la pena impuesta.

Lo primero que hizo fue ponernos en formación de cuatro en fondo. Después, cual general Patton, nos arengó hablando del pan bendito, del hambre de los chinitos y del hombre del saco. Por último, ordenó recoger del suelo pringoso un currusco a cada uno de nosotros, y a la voz de «ya», hizo que nos los comiéramos.

La escena podía formar parte de alguna película del neorrealismo o de algún cuento de Dickens. Treinta o cuarenta muchachos mordisqueando aquel pan pringoso de barrillo, vigilados por aquel SS.

A algún listillo que había cogido un currusco medio limpio, don José Duclos se lo hacía rebozar por el suelo hasta que quedase bien empapado, y así, todos nosotros —menos el pelota de la regla de tres— supimos lo que es comer mierda.

PD: La parte erótica del cuento está pasando la censura eclesiástica. Cuando obtenga el Nihil Obstat, la publicaré.

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