Fui a cortarme el pelo. Según un estudio realizado por la prestigiosa doctora Madelen Macgefesa de la prestigiosa Kelvinator University del Pensilvania, un hombre, blanco, heterosexual, con estudios superiores y pelo, acude a la peluquería 960 veces a lo largo de su vida, ni siquiera llega a las mil. Yo voy recorriendo esos números y observo, con horror, que cada vez estoy más cerca de la cifra fatal de los 960 pelados.
1. El amigo de cuándo nos vemos. Siempre te escribe con entusiasmo para verse, «ya si eso y quedamos», pero nunca concreta nada. Probablemente está planeando salir desde 2017.
Inevitablemente oía la conversación telefónica que se produjo a 50 centímetros de mi oreja. Por mucho que lo intentara, no pude dejar de escuchar. La persona en cuestión narraba a su interlocutor las dificultades que tenía para comunicar con él. Que si llamaba y comunicaba, que si llamaba y no cogí el teléfono, que si se le oía lejísimos, que qué ruido. «Pues marca tú, a ver si se oye mejor». «Me voy a cambiar de compañía. Esta es una mierda». Y así transcurría la conversación, que termino con la siguiente pregunta: «¿Bueno, pero qué querías contarme?». Hubo una pausa y se oyó al otro que decía: «No sé, se me ha olvidado. Te volveré a llamar cuando me acuerde».
Diez minutos para no decirse nada. Extraña manera de comunicarse.
Otro caso es el de las personas que te terminan la última palabra de la frase o la frase entera. No sé si porque se aburren de oírte, si porque no quieren que te canses hablando o porque directamente leen tu pensamiento. Cogen tu supuesta última palabra y la dicen ellos.
Tengo muchos amigos (as) en mi entorno leedores de pensamiento. Por ejemplo, digo yo: «Estoy pensando si irme a pasar unos días a…» «la playa con tu gata», termina la frase la leedora.
«No», digo yo. «Estoy pensando si me voy a pasar unos días a un monasterio para no oírte más».
Otra extraña manera de comunicarse.
Seguro que hay muchas formas raras de comunicación. Un día escribiré hasta aburrir al que lo lea. Hoy no.
Es sabido que la gestualidad es tan, o más importante, que las palabras a la hora de comunicarnos. Según estudios de la Universidad de Kelvinator, los indígenas mediterráneos somos mucho más de gestos que los indígenas teutones, pongamos por caso. Así, un tío de Murcia mueve mucho más las manos al hablar que un vienés, que cuando charla parece manco.
He conocido dos tipos de personas gesticulantes: las gesticulantes espejos y las gesticulantes totales.
Las primeras se enlazan con las leedoras de pensamiento. No son abundantes, pero sí muy llamativas. Mi amigo Javier es un buen ejemplo. Tú te pones a hablar con él y este gesticula por ti: mueve las manos, arquea las cejas, frunce el ceño, conforme tú vas pronunciado tu discurso. Es muy descansado para el que habla, pero agotador par el interlocutor espejo.
El otro caso es el de las personas que no necesitan interlocutor para gesticular. Yo no lo he visto nunca, pero me juran que existe. Se trata de aquellos que mientras escriben o leen un correo o, preferentemente, un wassap ponen caras de asombro, enfado, risa o cualquiera otra manifestación gestual, que si bien está justificada cuando tienes al otro en frente, resulta de lo más raro cuando lo que tienes en frente es una pantalla.
* Este post es políticamente incorrecto. No lo deje al alcance de los niños y no intente reproducirlo en casa.
Hay sociedades muy preparadas y otras menos. Esa frase con tintes racistas podría ser atribuible a cualquier seguidor de Hitler, Mussolini o el mismísimo Julio César. Pero no, yo le he comprobado en mis carnes, más concretamente en mi boca.
Dos paracetamoles en mi mano.
¿Y dónde podemos ver esa superioridad?. La pregunta tiene una respuesta sencilla e irrebatible: la superioridad se ve en la ingesta de pastillas a mano.
Viendo cualquier película norteamericana podemos encontrarnos con la escena en la que el protagonista abre el armarito de las medicinas; coge el bote de pastillas; vierte una cantidad salvaje de ellas en la palma de su mano y, con ella abierta y gesto veloz, se las lleva a la boca y se las traga. El efecto del medicamento suele ser inmediato y sanador.
Mini pastilla.
Pues bien, pensé: si George Clooney, al que no tengo nada que envidiar, puede hacer eso, yo no voy a ser menos.
Fui al cajón de las medicinas, yo no tengo armarito. Rebusqué entre las cajas vacías, los prospectos arrugados y las tiritas que no pegan. Cogí un par de paracetamoles, los deposité en la palma de mi mano y, con el mismo gesto de Clooney, me los lleve a la boca. Resultado: me rompí la funda del paleto, me atraganté que casi me asfixio y los paracetamoles acabaron en el techo del cuarto de baño.
Tras el accidente, estudiando lo datos de las cajas negras, salieron a la luz cuestiones que lo explicaba todo. Primero: el tamaño sí importa, como puede verse en las fotografías. Segunda: hay sociedades que nos llevan años de ventaja practicando la ingesta de pastillas a mano son las preparadas.
Unos de los principios que rigen la comunicación es el de la economía del lenguaje. Se sabe que la pereza mueve el mundo o, mejor dicho, no lo mueve. Tendemos a hacer lo menos posible para obtener los mejores resultados y la comunicación no es ajena a ese fenómeno. Si te preguntan cómo estás, es más práctico contestar con un «bien o te cuento», que dar una larga respuesta llena de pormenores sobre tu estado físico y mental.
Este tipo de respuestas económicas son particularmente útiles si vas al médico, al taller mecánico o a la taquilla de Renfe. Veamos ejemplos de los tres casos:
1.- En el médico
Visita al médico con economía del lenguaje:
Dígame qué le pasa, pregunta el doctor.
Pues mire usted, me duele el lóbulo de la oreja como si tuviera clavado un alfiler, respondo.
Doctor: ¿Ha probado usted a quitarse el alfiler que tiene clavado en el lóbulo de la oreja?
Yo: Pues va a ser eso.
Fin de la consulta.
La misma consulta sin economía del leguaje.
Doctor: Dígame qué le pasa.
Yo: Pues verá usted. El caso es que llevo días en los que mi mujer no hace mas que decirme que tengo mala cara y la oreja como la de un toro bravo. Y le digo: «Carmen, eso son cosas tuyas que eres una aprensiva y no me dejas vivir». Y ella se va a los toros y cuando vuelve me comenta que las orejas que ha cortado Morante son igualitas a la mía y que si patatín, y que si mi pobre madre viviera me diría lo mismo, pero que como es ella, no le hago caso.
Doctor: Presente este volante para que lo ingresen en psiquiatría.
En el taller
Entras al taller, al que has pedido cita hace un mes.
Con economía del lenguaje:
Buenos días, vengo a la revisión de los 100.000 kilómetros.
Respuesta del mecánico en jefe: Muy bien, aparque ahí y le llamaremos.
Sin economía del lenguaje:
Yo: Buenos días. Le traigo el coche porque tengo un dolor en el lóbulo de la oreja como si me clavaran alfileres. Y me ha dicho Carmen, mi mujer, que le urja para que me hagan la revisión, la del coche, porque en cuanto la termine nos vamos al médico a ver que me pasa. Y yo le digo que no es nada, pero ya sabe como son las mujeres y la mía no le quiero contar…
Respuesta del mecánico en jefe:
Muy bien, aparque ahí y le llamaremos.
En Renfe
Pues vas a comprar el billete de tren, te pones en la cola. Carmen, lleva media hora comparado las orejas que le han dado a Morante de la Puebla con la mía. Llega a la taquilla y pide 2 billetes a Madrid a la hora que sea, porque «mire usted», le cuenta al impávido funcionario, «mi esposo nunca me hace caso, fíjese cómo tiene la oreja. Ahora tenemos que ir en tren porque ha dejado el coche en la revisión. El médico nos manda al Ramón y Cajal porque no le ve buena pinta. Y es lo que yo le digo ¿Por qué te has clavado un alfiler en el lóbulo de la oreja?. No tienes idea buena”.
Detrás de nosotros la cola se hace interminable, y se escuchan murmullos de desaprobación. Sobre todos ellos, una voz profunda nos grita. «¡Eh, los de la oreja!, ¿es qué no conocen el principio de economía del lenguaje?.»
La procrastinación es el arte de dejar para mañana lo que puedes hacer hoy. O pasado mañana. O la semana que viene. O nunca. Es una habilidad que muchos de nosotros dominamos a la perfección, y que nos permite disfrutar de la vida sin preocuparnos por las obligaciones, los plazos o las consecuencias. ¿Para qué hacer algo ahora si podemos hacerlo más tarde? ¿O mejor aún, si podemos evitarlo por completo?
La procrastinación tiene muchas ventajas. Por ejemplo, nos ahorra tiempo y esfuerzo, ya que no tenemos que dedicarnos a tareas aburridas, difíciles o desagradables. Nos permite dedicarnos a lo que realmente nos gusta, como ver series, jugar a videojuegos o dormir la siesta. Nos ayuda a ser más creativos, ya que buscamos excusas ingeniosas para justificar nuestra falta de acción. Y nos hace más felices, ya que evitamos el estrés, la ansiedad y la frustración que supone enfrentarnos a nuestros problemas.
Pero la procrastinación también tiene algunos inconvenientes. Por ejemplo, nos hace perder oportunidades, ya que dejamos pasar el momento adecuado para hacer algo que nos podría beneficiar. Nos genera culpa, ya que sabemos que estamos incumpliendo nuestros compromisos y decepcionando a los demás. Nos reduce la autoestima, ya que nos sentimos incapaces de controlar nuestra voluntad y de alcanzar nuestras metas. Y nos crea más problemas, ya que al final tenemos que hacer las cosas con prisas, con errores o con malas consecuencias.
Así que la próxima vez que te sientas tentado a procrastinar, piensa bien si vale la pena. Tal vez podrías hacer un pequeño esfuerzo y empezar a hacer lo que tienes que hacer. O tal vez podrías seguir procrastinando y disfrutar del momento. Al fin y al cabo, mañana será otro día. O pasado mañana. O la semana que viene. O nunca.
Dos niños y un fusil. (Fotograma de la película Babel)
Describir lo innecesario. Describir una imagen puede ser un ejercicio de decir lo mismo, una afirmación obvia, vacía o redundante. Una enorme tautología.
Hace años, cuando para dormir a mis hijos había que contarles un cuento, me inventé algunos.
Cansado de repetir el viaje de Caperucita por el bosque, harto el pobre lobo de comerse abuelas, hasta las narices, mis hijos y yo, de miel y queso, nació el cuento del señor Cero.
Sin pretenderlo, cree un cuento didáctico, matemático, con moraleja y tan extenso como el insomnio de los niños requiriese. Me creo inventor del cuento acordeón.
De este tipo de narración acordeón hubo un precedente años antes. En un viaje en coche con mis sobrinos, para entretenerlos durante 500 kilómetros, les conté las peripecias de una piedra pómez, que fue peregrinando hasta Santiago de Compostela. A la piedra le paso de todo; a mis sobrinos, les entró la modorra y el conductor del coche casi se duerme con la narración. Pero no sucedió nada. Los 500 kilómetros pasaron volando, la piedra pómez llegó a Santiago, el conductor no se durmió y yo acababa de crear el cuento acordeón, on the road en su versión inglesa: largo como un día sin pan y sin fin como la idiotez.
Y ahora voy a contar el cuento del señor Cero.
Vaya por delante que este cuento mejoraría notablemente con ilustraciones. Pero, mi incapacidad de hacer la o con un canuto, añadida al lamentable estado de mis finanzas para contratar al artista, lo impiden. Eso sí, si algún generoso creador lo hace gratis, le prometo participación en los pingües beneficios que, sin duda, reportará la obra acordeón.
El cuento
El señor Cero dirigía un carrito de helados, justo en frente de la fábrica de números primos. Siempre estaba enfurruñado. Era un cero malhumorado y triste; un cero a la izquierda.
En esto llegó el señor Uno: «Buenos días señor Cero, un helado de limón”. Cero, sin mediar palabra, le dio el helado y a otra cosa. Y el Uno se sentó en el banco de comer helados.
Al rato vino el señor Dos: «Buenos días señor Cero, un helado de fresa«. Cero, sin mediar palabra, le dio el helado y a otra cosa. Y el Dos se sentó el en banco de comer helados.
El turno del señor Tres: “Buenos días señor Cero, un helado de nata». Cero, sin mediar palabra, le dio el helado y a otra cosa. Y el Tres se sentó el en banco de comer helados.
Uno tras otro, los números pasaban por el carro del señor Cero y, uno tras otro, se llevaban su helado y el enfurruñamiento del Cero.
En el banco de comer helados, los números se preguntaban el porqué del cabreo permanente del heladero. Entre churretes de helado llegaron a la conclusión que el Cero se veía a sí mismo como alguien inútil, sin valor y de ahí su enfado. Y el Uno, que por algo lo era, propuso la solución. «Poneos uno de tras de otro», le dijo a sus colegas. La fila resultante fue 123456789.
Llamaron al Cero enfadado y le dijeron: «Señor Cero, póngase el último en la fila». El Cero se dejó caer rodando hasta el final y se puso tras el nueve.
Con él en la fila la cifra pasó del millón al billón. Cero se quedó de piedra, todo lo de piedra, que puede quedarse un cero. Y se dio cuenta de lo importante que podía ser.
Tan contento se puso, que invitó a los nueve números a todos los helados que pudieran comerse.
Moraleja
Si quieres helados gratis, pon un cero tras de ti.
Conforme pasan los años, las fiestas a las que acudes van cambiando de signo y de ir a bautizos, incluido el tuyo, pasas a ir a homenajes a jubilados, incluido el tuyo; eso sí dejándote por el camino una pasta gansa y un hígado en estado de ruina.
La mayor parte de esas celebraciones son hitos en el camino, pasos adelante en tu vida: bautizos, comuniones, confirmaciones, bodas… hasta que al fin llega el funeral, única fiesta en la que el protagonista no se entera de nada.
Claro, el paso previo al funeral es la jubilación. Mi amigo Paco dice que soy un pesimista, que la jubilación es júbilo, no antesala del fiambre. Su cara no muestra mucho convencimiento y recuerda que, alguno de sus conocidos, la palmó antes de poder gastarse el cheque de viaje del Corte Inglés, regalo jubiloso de sus compañeros.
5 Euros
La fiesta de jubilación suele ser un acto al que todo el mundo aspira, pero que se ve lejano, hasta que un día te ves rodeado de caras sonrientes que festejan con alborozo el reloj que te acaban de regalar, que entre 50 que son caben a 5 euros por barba. Vamos que no se arruina nadie.
No todo el jubilado «sufre» ese tipo de homenajes. Los hay que se despiden con un apretón de manos y pagando el café. Otros, simplemente, desaparecen sin dejar rastro y sin que nadie pregunte por él. Pero lo común es que se monte la fiesta.
El proceso empieza meses antes cuando Antúnez le dice a Rosa: «Oye, el sábado se jubila Moreno. Habrá que hacerle algo. Y ahí comienza la organización, secreta, por supuesto, del acto. En la organización suelen intervenir dos personas. A saber: el que más va a perder con tu salida y el ganador de la misma.
Vaya por delante que los motivos de tus compañeros para participar en la fiesta son desde «por fin, se va el tío este» a «a ver si el que viene va a ser peor todavía». Muy cariñosos todos.
A veces, el homenajeado se convierte en bocadillo: el pan de arriba el jefe que te despide; el pan de abajo, el adjunto, que te va a sustituir, y en medio el pavo, o sea tú.
De mi fiesta de despedida sólo diré una cosa: me querían tanto que, para asegurarse que nunca volvería, me hicieron dos. Y funcionó, nunca volví.
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