Jamás recibía correo. De hecho, ni recordaba cuándo recogió la última carta. Hasta el banco se había olvidado de ella, pero desde hacía unos días en su casillero aparecían mensajes incompresibles y sin remitente:
«No te olvides, pero NPVST*».
Los amigos
Con los primeros pensó que algún amigo le gastaba una broma. Pero preguntó a todos y ninguno sabía de qué hablaba.
Su inquietud crecía y el desasosiego se apoderaba de ella.
Agotada de tratar de descifrar el significado de los mensajes, decidió enviar una nota: «No te olvides. QSQE**».
Mucho se ha escrito, y se seguirá escribiendo, sobre la lucha antifranquista en los años 70 y anteriores. La lucha sindical de CCOO, la del PCE, ORT, PT, PCR y hasta la del PSOE. Los movimientos estudiantiles, la iglesia de Tarancón al paredón y muchas personas anónimas que contribuyeron a que la dictadura deviniese en dictablanda y muriese de tromboflebitis.
Pero nada se ha contado de todos aquellos, como yo mismo, se jugaron la vida por la democracia en los cines de arte y ensayo.
El Cine
Y eso sí que era jugarse la vida. A media tarde en el cine Aitor comprabas la entrada con cierto aire clandestino. Solíamos ser gente barbada, con chaquetones de botón en forma de diente de hueso de jabalí, las trencas. Ellas con faldas hasta los pies, como las de mi abuela.
Veías películas en blanco y negro; a menudo en versión original; a menudo checoslovacas, húngaras, holandesas, japonesas, mientras el resto del mundo se partía el culo con Paco Martínez Soria y compañía.
Nosotros, militantes antifranquistas, manteníamos la lucha democrática viendo Ingmar Bergman, sólo para entendidos.
Buñuel
Y Buñuel sentaba a los comensales alrededor de una mesa, sobre sendos inodoros, y departían educadamente mientras hacían aguas mayores. A la salida del cine comentábamos la escena buscando el significado político de hacer caca en el comedor.
Y así pasaron por nuestras retinas películas magníficas como Amarcord y otras imposibles de ver, pronunciar y recordar
El Nodo
En bastantes casos echabas de menos el NODO. En las salas de arte y ensayo no se ponía y, a veces, ver a Franco inaugurando pantanos era más entretenido que el drama ruso proyectado.
Pudiera parecer este un ejercicio nostálgico, nada más lejos. Es una petición a las autoridades para que se nos reconozca el mérito y la contribución a la sociedad actual, que gracias a nosotros se ve libre del arte y ensayo y puede disfrutar del cine sin necesidad de romperse la cabeza.
Su vida eran los libros. Su vida estaba en los libros. De la mañana a la noche, los libros ocupaban su existencia.
En unos encontraba la aventura; en otros, el conocimiento; en algunos, la recomendación, la amistad, la fraternidad, el amor, el alimento, el reconocimiento…
Ninguno le defraudaba.
Pasaba sus manos por el lomo y las tapas, y ya sentía el vértigo de lo inexplorado y el pálpito del acontecimiento insólito, que le envolvía para trasladar su esencia.
Y aquella noche, con el libro entre sus piernas, sería la última. Ya no habrías más desplazamientos, ni vértigos, ni pálpitos.
Aquella noche, la última noche, con un movimiento rápido, se convirtió en lo que amaba: el libro más sustancial de su biblioteca.
Todo empezó cuando mis padres compraron aquella televisión Schneider de 21 pulgadas. Lo primero que hizo el técnico instalador fue afinarla con la carta de ajuste. Aquella misteriosa carta era el dibujo de un círculo que contenía toda clase de figuras geométricas y tonos de grises. El técnico, con aire doctoral, ajustó aquello y yo me quedé mirándola como si fuera la puerta del paraíso televisivo. Cuando terminó su trabajo, nos miró desde la superioridad de sus tecnoconocimientos y dijo: «Ya está, ahora solo falta que empiece la emisión».
14.05
Debía ser sobre la una del mediodía y hasta las dos no empezaba la programación televisiva. Allí estuve una hora mirando el circulito como un pasmarote hasta que a las 14.05 arrancó el programa que con ese mismo nombre iniciaba la emisión.
Aquel televisor presidía la sala de estar desde la altura de su mesa rodante. Vino para quedarse y metió en casa el mundo blanco y negro, los anuncios de sábanas Walf, con cuatro puntos de ajuste, las estufas catalíticas y hasta las acciones de Telefónica, que parecían tus primas del pueblo, las Matildes.
UHF
Teníamos dos canales, el uno y el UHF. Este era sólo para iniciados. Verlo era un ejercicio de militancia casi religiosa. Daba prestigio y cierto halo de exclusividad. Ultra High Frequency, ¡quién puede resistirse a eso!.
Y así, carta de ajuste tras carta de ajuste fueron pasando los años. Llegó el color y los anuncios de Terry con una amazona sobre una jaca trotando por la playa, que levantaba a los muertos. Y el mítico gel Fa, cuya imagen de la chica en la ducha soliviantó a los internados de curas de todo el país.
No había mucho donde escoger, pero le poníamos ganas y los documentales de la fauna ibérica arrasaban.
400 canales
Y llegamos a hoy. El tiempo vuela. Ya no tengo televisión en su mesita rodante y la carta de ajuste desapareció hace siglos. Tengo unos 400 canales, 8 plataformas, más YouTube, Spotify y otras virguerías. Puedo hablar con la tele y preguntarle si lloverá mañana, incluso llamo a mis pobres amigos por videoconferencia; más de una vez los cojo en calzoncillos. Con todo eso, muchas noches no sé qué ver y, como ahora mismo, apago el aparato y me pongo a escribir sobre el UHF, que sigue dando prestigio y hasta exclusividad.
Hoy le he preguntado a una aplicación de inteligencia artificial cómo enamorar a una mujer, no a una cualquiera, sino a la que tengo aquí al lado, que pareciera que es mi pareja por alguna promesa a la Virgen del Carmen, no por enamoramiento, y esta ha sido la respuesta:
¡Qué sí, chico!; que ya sé que llego tarde, pero, qué quieres. Este ayuntamiento cada día lo pone más difícil y mis piernas ya dan para lo que dan. En fin, no perdamos el tiempo en reproches y al grano.
Te hago un repaso rápido de la semana. A Bruno le ha tocado la lotería. No, hombre, no. No me refiero a la de dinero, sino a que, por fin, ha decidido dejar a esa pelandusca. Ya sabes que nunca me gustó, pero él se empeñaba y no veía más allá de ese cuerpo bonito y esa sonrisa cameladora, pero cínica.
Le avisé porque a mí no me engañó. Ya le dije que nos daría un disgusto y así ha sido. Parece ser que llevaba un tiempo liada con un amigo de nuestro hijo y que todo el mundo lo sabía menos él.
Al final, se ha enterado y la ha puesto de patitas en la calle. Yo ya descanso. Sí, sí, ya sé que ahora toca cuidar de Bruno, apoyarlo, mimarlo y ayudarlo a superar este traspié. ¡Ay, si estuvieras aquí! Todo sería más fácil.
Entre hombres las cosas se llevan de otra manera, pero claro tú, como siempre egoísta, decidiste que para qué seguir viviendo, que ya me encargaría yo de todo, una vez más.
Pues ya ves, sí, me las apaño bien y te necesito para poco, pero… En fin, que me cierran el cementerio y me quedo dentro.
Braulio, hoy no te he traído flores porque la pensión da para poco. A cambio, he limpiado la tumba que, ¡hay que ver!, estas palomas lo que ensucian.
Por cierto, a ver si otro día estás más hablador, que hasta la conversación la llevo yo.
Hace unos días mantuve una discusión sobre los eufemismos y cómo estos se tiñen con las connotaciones negativas de la palabra a la que sustituyen.
Dado que el asunto es un hecho lingüístico poco discutible, no seré yo quien le enmiende la plana a los de Madrid, no polemicé más y me centré en demostrarle a mi interlocutora que no hace tanto las palabras, hoy inapropiadas, eran de uso común, aceptado y permitido; apoyado su uso por políticos, militares, curas piadosos y madres superioras.
Eufemismos
Términos como cojo, lisiado, disminuido, inválido, minusválido, subnormal, ciego, incapacitado están hoy en la cárcel de la moralina condenados por ser descripción de un estado de las personas y han sido sustituidos por otros, que sin la menor duda, acabarán en la misma cárcel dentro de unos años.
Catedrático
Don Jesús Cañedo fue un cátedro de mi universidad, experto en literatura del Siglo de Oro. De su persona recuerdo que era un poco ogro, fumador empedernido, que se alimentaba de tortillas francesas y de novelas picarescas. Se parecía, a mí me lo parecía, a José María Rodero, un famoso actor de la época.
Era un tipo de modales secos desde la altura de su cátedra. En fin, creo que sabía todo sobre literatura y, aunque podía mostrarse distante, era condescendiente con tipos como yo, empeñados en hacer lectura política de Don Gil de las Calzas Verdes, o descubrir las, por otra parte inexistentes, raíces judías de Jorge Manrique.
Jesusín
El profesor Cañedo tenía un hijo subnormal, entonces se decía así. Jesusín, como lo llamaban en casa, debía tener ocho o diez años cuando ocurrió la historia contada por su padre en el aula. No sé a cuento de qué.
El niño tenía una auténtica obsesión por hablar con el rey. Tanto insistía e insistía, que a su padre se le ocurrió una idea para darle gusto al crío. Habló con un amigo. Le explicó el tema y quedaron que este llamaría por teléfono a Jesusín haciéndose pasar por el rey.
El rey
La llamada se produjo. El niño habló con el presunto rey, quien se interesó por sus avances en la escuela y otros aspectos de su vida.
Finaliza la conversación, el padre le dice al hijo: «Bueno, estarás contento, ya has hablado con el rey». El niño responde: «Papa, ese no era el rey». «¿Por qué?», pregunta el padre. «Pues porque en todo el tiempo que hemos hablado el rey no ha dicho la reina y yo».
Y don Jesús Cañedo cerró la historia usando la frase más tierna que yo he oído para definir a un niño subnormal, entonces era palabra aceptada. Dijo refiriéndose a su hijo: «Y esa mentepequeña descubrió al falso rey porque no mencionó a la reina».
Por Carmen Martínez-Fortún . Publicado en el Periódico Extremadura el 26/02/2023
Cumplir años tiene sus ventajas. Entre ellas el no despreciable hecho de que se sigue viviendo, y, aunque la vida a veces es una mierda, muchísimas más es una aventura irrepetible, fuente de felicidad cifrada en el grado de amor que se reparte y recibe y en el bien que se hace.
La madurez
Para una, en estos momentos de madurez que, no hace tanto, los frívolos llamarían vejez, lo mejor de cumplir años, siendo mucho, no es la experiencia que enseña a no tomarse nunca nada, y cuando escribo nada es nada y menos que nada una misma, demasiado en serio. Son los nietos. Y la paradoja de que el mundo mágico de los peques, con su ternura, su inocencia y su verdad, es un paraíso auténtico y cercano y conservar la capacidad de divertirse con él y gozar como ellos gozan a medida que se abren a la vida en una curiosidad alegre e insaciable, mantiene la fe viva, la esperanza abierta y el amor pleno.
La edad
El otro día un amigo mío que ha pasado también de la edad en que la Celestina se refería a sí misma como una vieja de sesenta años, intentó adoptar un gatito en un conocido refugio de animales de Cáceres; y, con humor, pero también bastante lógico despecho, relataba atónito que le habían denegado la solicitud debido a su edad provecta, pues tienen como norma asegurarse que la adopción dure los quince años de vida media del animalito. Mi amigo afirmaba que no tenía ninguna intención de morirse antes, pero se quedó sin gato. Y una denuncia aquí esa discriminación cruel que, por mucho que se tome con humor, tiene muy poquita gracia.
La juventud
Siempre la juventud ha estado sobrevalorada -recordemos a Fausto- pero estos tiempos de tiranía de la imagen nos han llevado a una esclavitud de la misma que confunde la lozanía de la piel con las capacidades para procurar un hogar feliz a una criaturita de Dios. No ya la juventud, sino la apariencia de la misma, se ha vuelto religión, olvidando que las verdaderas arrugas salen en el alma y no dependen de los años que se cumplan, sino de la falta de empatía, la intolerancia y la falta de respeto. También a la edad.
Algunos de mis más admirados escritores han sufrido el síndrome denominado «no hay huevos de acabar esto». Les ha sucedido cuando las palabras escritas hacen lo que les da la gana, importándoles un carajo las intenciones del autor. Ahí van unos ejemplos:
Fernando
A mi amigo Fernando le encargaron un artículo hagiográfico sobre el alcalde fallecido. Se puso a escribir con tal empeño, que lo que era una columna de prensa pasó a un tomo del Espasa. Lleva meses podando el texto, pero cuanto más lo poda, más brotes crecen y la maraña de letras, que ya ocupaba su despacho, se ha escapado por debajo de la puerta. Invade el pasillo y se ha enrollado en las piernas de su mujer, sin que hasta ahora sepa cómo recortar el maldito artículo.
Dicen que Marcel Prouts escribió las 3.744 páginas de su En busca del tiempo perdido, siete libros, oiga, a partir de los recuerdos que le evocaron el olor de las madalenas. Totalmente falso. Fue el síndrome el que le impedía acabar la obra. Las palabras se le amontonaron de tal manera que tuvieron que hacerle pruebas de ADN para identificar sus restos mortales.
Gonzalo Torrente Ballester me contó, en la mesa camilla de su casa salmantina, que el personaje de Clara Aldán, una don nadie en su novela, empezó a crecer y crecer sin que él pudiera evitarlo y acabó siendo la protagonista de Los gozos y las sombras. Bueno, y Charo López después.
En La peste de Albert Camus, el señor Grand pretende hacer la madre de todas las novelas, pero un vez más las palabras deciden por su cuenta y es incapaz de salir del primer párrafo. Se pasa la vida entera atascado en él: «En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del bosque de Bolonia».
Va a llegar el Juicio Final y la resurrección de los muertos, entre ellos el alcalde de mi amigo Fernando, y el síndrome de «no hay huevos de acabar esto» se ha instalado en mí y ya no sé como terminar…, así que FIN.
Siempre lamentó la compra de ese piso. Demasiado lejos, demasiado alto, demasiado grande, demasiado todo; pero nunca optó por mudarse. Sin embargo, ahora, tras 40 años de quejas, descubría qué le ataba a él.
Si repasaba su vida, apenas encontraba logros, sí muchos momentos anodinos, banales e insustanciales. Ella era, de por sí, insípida. Ahora se percataba que había dejado que su existencia pasara como un tren sin parada en ella misma.
Pero una mañana, recién jubilada, divisó a través de la ventana de su dormitorio a sus vecinos. Primero, fueron unos segundos; después, minutos y, más tarde, horas y días enteros. A veces no veía nada, pero imaginaba qué hacían, cómo eran sus casas, por qué discutían… Aquello que, al principio, le produjo incomodidad, se convirtió en un motivo para vivir, en una adicción, que le exigía más y más. Necesitaba conocer todo sobre aquellos moradores.
Le hubiera gustado ser invisible, pulular entre ellos y formar parte de sus vidas. A falta de magia, acudió a la guarida del espía. En ella encontró los aparatos más sofisticados y de gran alcance que hubiera imaginado: visores nocturnos y térmicos, micrófonos espías, cámaras wifi, transmisores… Un sinfín de cachivaches que le permitieron entrometerse en las rutinas de sus vecinos sin que lo supieran.
Y así, sin proemio, su curiosidad se desbordó, huroneó sin prudencia y fisgó con desmesura.
Ya era capaz de montar y desmontar sus vidas, mientras la suya se desbocaba desenfrenadamente a un abismo despreciable y abyecto, más sombrío y opaco.
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