Güisqui en la entrada
De las películas americanas he aprendido mucho, tanto, que cuando viajé a Nueva York todo me resultaba familiar.
De las películas americanas he aprendido mucho, tanto, que cuando viajé a Nueva York todo me resultaba familiar.
Mucho se ha escrito, y se seguirá escribiendo, sobre la lucha antifranquista en los años 70 y anteriores. La lucha sindical de CCOO, la del PCE, ORT, PT, PCR y hasta la del PSOE. Los movimientos estudiantiles, la iglesia de Tarancón al paredón y muchas personas anónimas que contribuyeron a que la dictadura deviniese en dictablanda y muriese de tromboflebitis.
Pero nada se ha contado de todos aquellos, como yo mismo, se jugaron la vida por la democracia en los cines de arte y ensayo.
Y eso sí que era jugarse la vida. A media tarde en el cine Aitor comprabas la entrada con cierto aire clandestino. Solíamos ser gente barbada, con chaquetones de botón en forma de diente de hueso de jabalí, las trencas. Ellas con faldas hasta los pies, como las de mi abuela.
Veías películas en blanco y negro; a menudo en versión original; a menudo checoslovacas, húngaras, holandesas, japonesas, mientras el resto del mundo se partía el culo con Paco Martínez Soria y compañía.
Nosotros, militantes antifranquistas, manteníamos la lucha democrática viendo Ingmar Bergman, sólo para entendidos.
Y Buñuel sentaba a los comensales alrededor de una mesa, sobre sendos inodoros, y departían educadamente mientras hacían aguas mayores. A la salida del cine comentábamos la escena buscando el significado político de hacer caca en el comedor.
Y así pasaron por nuestras retinas películas magníficas como Amarcord y otras imposibles de ver, pronunciar y recordar
En bastantes casos echabas de menos el NODO. En las salas de arte y ensayo no se ponía y, a veces, ver a Franco inaugurando pantanos era más entretenido que el drama ruso proyectado.
Pudiera parecer este un ejercicio nostálgico, nada más lejos. Es una petición a las autoridades para que se nos reconozca el mérito y la contribución a la sociedad actual, que gracias a nosotros se ve libre del arte y ensayo y puede disfrutar del cine sin necesidad de romperse la cabeza.
Hace unos días, el diputado de turno preguntó al ministro de turno por la ley de memoria democrática. El ministro se levantó de su escaño, tomó el micrófono y, sin el menor empacho, le lanzó al diputado su no respuesta: «La pregunta que deberíamos hacernos es qué opina el jefe de la oposición sobre la ley del aborto», y bla, bla.
Este tipo de no respuesta se usa fundamentalmente en política. De manera que el preguntón, muere de forma indolora pero segura.
Pensando en ese método, me he imaginado cómo sería la vida civil aplicando la técnica política
Vas a la panadería y preguntas: «¿Tiene pan de molde?». Y el amable panadero te contesta: «Mire usted, lo que debería preguntar es cuánto pago de autónomos».
Llevas el coche al taller y se te ocurre averiguar el precio de la reparación. La respuesta política sería del tipo: eso lo sabrán Putin y Biden, únicos responsables de los coste de la mano de obra.
Un paisano te pregunta donde está la calle Lindatxikia. Y tú, político de raza, lo mandas a tomar por saco afeándole la pregunta por inconstitucional.
Así que, se puede concluir que cualquier parecido de la vida real con la vida política es pura coincidencia. Lo que me lleva a finalizar este post con un aforismo que no significa nada, como las respuestas políticas: El día que tú naciste, grandes señales había y tu padre de contento desmontó la bicicleta.
Todo empezó cuando mis padres compraron aquella televisión Schneider de 21 pulgadas. Lo primero que hizo el técnico instalador fue afinarla con la carta de ajuste. Aquella misteriosa carta era el dibujo de un círculo que contenía toda clase de figuras geométricas y tonos de grises. El técnico, con aire doctoral, ajustó aquello y yo me quedé mirándola como si fuera la puerta del paraíso televisivo. Cuando terminó su trabajo, nos miró desde la superioridad de sus tecnoconocimientos y dijo: «Ya está, ahora solo falta que empiece la emisión».
Debía ser sobre la una del mediodía y hasta las dos no empezaba la programación televisiva. Allí estuve una hora mirando el circulito como un pasmarote hasta que a las 14.05 arrancó el programa que con ese mismo nombre iniciaba la emisión.
Aquel televisor presidía la sala de estar desde la altura de su mesa rodante. Vino para quedarse y metió en casa el mundo blanco y negro, los anuncios de sábanas Walf, con cuatro puntos de ajuste, las estufas catalíticas y hasta las acciones de Telefónica, que parecían tus primas del pueblo, las Matildes.
Teníamos dos canales, el uno y el UHF. Este era sólo para iniciados. Verlo era un ejercicio de militancia casi religiosa. Daba prestigio y cierto halo de exclusividad. Ultra High Frequency, ¡quién puede resistirse a eso!.
Y así, carta de ajuste tras carta de ajuste fueron pasando los años. Llegó el color y los anuncios de Terry con una amazona sobre una jaca trotando por la playa, que levantaba a los muertos. Y el mítico gel Fa, cuya imagen de la chica en la ducha soliviantó a los internados de curas de todo el país.
No había mucho donde escoger, pero le poníamos ganas y los documentales de la fauna ibérica arrasaban.
Y llegamos a hoy. El tiempo vuela. Ya no tengo televisión en su mesita rodante y la carta de ajuste desapareció hace siglos. Tengo unos 400 canales, 8 plataformas, más YouTube, Spotify y otras virguerías. Puedo hablar con la tele y preguntarle si lloverá mañana, incluso llamo a mis pobres amigos por videoconferencia; más de una vez los cojo en calzoncillos.
Con todo eso, muchas noches no sé qué ver y, como ahora mismo, apago el aparato y me pongo a escribir sobre el UHF, que sigue dando prestigio y hasta exclusividad.
Hoy le he preguntado a una aplicación de inteligencia artificial cómo enamorar a una mujer, no a una cualquiera, sino a la que tengo aquí al lado, que pareciera que es mi pareja por alguna promesa a la Virgen del Carmen, no por enamoramiento, y esta ha sido la respuesta:
Seguir leyendo →Hace unos días mantuve una discusión sobre los eufemismos y cómo estos se tiñen con las connotaciones negativas de la palabra a la que sustituyen.
Dado que el asunto es un hecho lingüístico poco discutible, no seré yo quien le enmiende la plana a los de Madrid, no polemicé más y me centré en demostrarle a mi interlocutora que no hace tanto las palabras, hoy inapropiadas, eran de uso común, aceptado y permitido; apoyado su uso por políticos, militares, curas piadosos y madres superioras.
Términos como cojo, lisiado, disminuido, inválido, minusválido, subnormal, ciego, incapacitado están hoy en la cárcel de la moralina condenados por ser descripción de un estado de las personas y han sido sustituidos por otros, que sin la menor duda, acabarán en la misma cárcel dentro de unos años.
Don Jesús Cañedo fue un cátedro de mi universidad, experto en literatura del Siglo de Oro. De su persona recuerdo que era un poco ogro, fumador empedernido, que se alimentaba de tortillas francesas y de novelas picarescas. Se parecía, a mí me lo parecía, a José María Rodero, un famoso actor de la época.
Era un tipo de modales secos desde la altura de su cátedra. En fin, creo que sabía todo sobre literatura y, aunque podía mostrarse distante, era condescendiente con tipos como yo, empeñados en hacer lectura política de Don Gil de las Calzas Verdes, o descubrir las, por otra parte inexistentes, raíces judías de Jorge Manrique.
El profesor Cañedo tenía un hijo subnormal, entonces se decía así. Jesusín, como lo llamaban en casa, debía tener ocho o diez años cuando ocurrió la historia contada por su padre en el aula. No sé a cuento de qué.
El niño tenía una auténtica obsesión por hablar con el rey. Tanto insistía e insistía, que a su padre se le ocurrió una idea para darle gusto al crío. Habló con un amigo. Le explicó el tema y quedaron que este llamaría por teléfono a Jesusín haciéndose pasar por el rey.
La llamada se produjo. El niño habló con el presunto rey, quien se interesó por sus avances en la escuela y otros aspectos de su vida.
Finaliza la conversación, el padre le dice al hijo: «Bueno, estarás contento, ya has hablado con el rey». El niño responde: «Papa, ese no era el rey». «¿Por qué?», pregunta el padre. «Pues porque en todo el tiempo que hemos hablado el rey no ha dicho la reina y yo».
Y don Jesús Cañedo cerró la historia usando la frase más tierna que yo he oído para definir a un niño subnormal, entonces era palabra aceptada. Dijo refiriéndose a su hijo: «Y esa mente pequeña descubrió al falso rey porque no mencionó a la reina».
Que vengan ahora los eufemistas a mejorarlo.
Por Carmen Martínez-Fortún . Publicado en el Periódico Extremadura el 26/02/2023
Cumplir años tiene sus ventajas. Entre ellas el no despreciable hecho de que se sigue viviendo, y, aunque la vida a veces es una mierda, muchísimas más es una aventura irrepetible, fuente de felicidad cifrada en el grado de amor que se reparte y recibe y en el bien que se hace.
Para una, en estos momentos de madurez que, no hace tanto, los frívolos llamarían vejez, lo mejor de cumplir años, siendo mucho, no es la experiencia que enseña a no tomarse nunca nada, y cuando escribo nada es nada y menos que nada una misma, demasiado en serio. Son los nietos. Y la paradoja de que el mundo mágico de los peques, con su ternura, su inocencia y su verdad, es un paraíso auténtico y cercano y conservar la capacidad de divertirse con él y gozar como ellos gozan a medida que se abren a la vida en una curiosidad alegre e insaciable, mantiene la fe viva, la esperanza abierta y el amor pleno.
El otro día un amigo mío que ha pasado también de la edad en que la Celestina se refería a sí misma como una vieja de sesenta años, intentó adoptar un gatito en un conocido refugio de animales de Cáceres; y, con humor, pero también bastante lógico despecho, relataba atónito que le habían denegado la solicitud debido a su edad provecta, pues tienen como norma asegurarse que la adopción dure los quince años de vida media del animalito. Mi amigo afirmaba que no tenía ninguna intención de morirse antes, pero se quedó sin gato. Y una denuncia aquí esa discriminación cruel que, por mucho que se tome con humor, tiene muy poquita gracia.
Siempre la juventud ha estado sobrevalorada -recordemos a Fausto- pero estos tiempos de tiranía de la imagen nos han llevado a una esclavitud de la misma que confunde la lozanía de la piel con las capacidades para procurar un hogar feliz a una criaturita de Dios. No ya la juventud, sino la apariencia de la misma, se ha vuelto religión, olvidando que las verdaderas arrugas salen en el alma y no dependen de los años que se cumplan, sino de la falta de empatía, la intolerancia y la falta de respeto. También a la edad.
Algunos de mis más admirados escritores han sufrido el síndrome denominado «no hay huevos de acabar esto». Les ha sucedido cuando las palabras escritas hacen lo que les da la gana, importándoles un carajo las intenciones del autor. Ahí van unos ejemplos:
A mi amigo Fernando le encargaron un artículo hagiográfico sobre el alcalde fallecido. Se puso a escribir con tal empeño, que lo que era una columna de prensa pasó a un tomo del Espasa. Lleva meses podando el texto, pero cuanto más lo poda, más brotes crecen y la maraña de letras, que ya ocupaba su despacho, se ha escapado por debajo de la puerta. Invade el pasillo y se ha enrollado en las piernas de su mujer, sin que hasta ahora sepa cómo recortar el maldito artículo.
Dicen que Marcel Prouts escribió las 3.744 páginas de su En busca del tiempo perdido, siete libros, oiga, a partir de los recuerdos que le evocaron el olor de las madalenas. Totalmente falso. Fue el síndrome el que le impedía acabar la obra. Las palabras se le amontonaron de tal manera que tuvieron que hacerle pruebas de ADN para identificar sus restos mortales.
Gonzalo Torrente Ballester me contó, en la mesa camilla de su casa salmantina, que el personaje de Clara Aldán, una don nadie en su novela, empezó a crecer y crecer sin que él pudiera evitarlo y acabó siendo la protagonista de Los gozos y las sombras. Bueno, y Charo López después.
En La peste de Albert Camus, el señor Grand pretende hacer la madre de todas las novelas, pero un vez más las palabras deciden por su cuenta y es incapaz de salir del primer párrafo. Se pasa la vida entera atascado en él: «En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del bosque de Bolonia».
Va a llegar el Juicio Final y la resurrección de los muertos, entre ellos el alcalde de mi amigo Fernando, y el síndrome de «no hay huevos de acabar esto» se ha instalado en mí y ya no sé como terminar…, así que FIN.
Alguien le preguntó a mi padre por sus hijos y él, orgulloso, contestó: «Tengo dos hijos médicos y el chico». El chico soy yo y juro que la descripción que hizo mi padre no me dejó traumatizado para toda la vida. Mi psicóloga dice que sí, pero mi psicóloga no conoció a mi padre.
Salvada la cuestión traumática, quiero contar para qué sirven los hermanos, primos, sobrinos médicos en la familia. Para nada. O mejor, para nada bueno. Algunos ejemplos:
Mientras son estudiantes, llenan la casa de huesos amarillentos que yo encontraba en un cajón. Que si una tibia, que si un peroné, que si un cráneo con cuatro dientes. Una vez apareció en casa la calavera de conejo con todos sus huesos escritos cual mapamundi de escuela. Ignoro si los médicos estudian conejos.
Inundan la casa de librotes pesadísimos para darse importancia, supongo. Como consecuencia de la inflación libresca te pones a curiosear sus páginas. El resultado de la curiosidad no puede ser peor. Acabas teniendo todos los síntomas que lees en los puñeteros manuales.
Merece la pena contar una enfermedad que descubrí en esos libros y que pensé que yo padecía. El caso es que un día, mirando lo santos de aquellos manuales, me llamó la atención una fotografía en la que se veía un hombre, por la apariencia hindú, que usaba sus testículos como atril para escribir. Tenía unos huevos del tamaño de sendas sandías de regadío. Inmediatamente miré los míos y me pareció ver que diferían en tamaño uno del otro. El susto me dejó blanco y estuve semanas vigilando mis partes. Afortunadamente, todo quedó en falsa alarma.
Bien. Llega el día en que los dos hijos son médicos y el chico sigue siendo el chico. Los años pasan y de vez en cuando tienes alguna consulta médica que hacer. Y, ¿a quién vas a consultar? A tus hermanos. Hermano, me duele aquí. Eso no es nada. Hermana, me he saltado un ojo. Ponte manzanilla. Hermano, tengo un bultito. Trae el cuchillo que lo quitemos.
Al final intentas estar lo más sano que puedes con tal de no sufrir los fraternales diagnósticos.
Para ellos nunca tienes nada. ¡Menos mal que no soy el hindú del atril!.
Por Almudena Villar Novillo
Años de deseo y cuando me decido, la acedía anega mi voluntad. Esta abulia ya me pudo invadir en Madrid antes de partir porque ahora, una semana después, me encuentro en medio de la nada y sin decisión.
Bueno, lo de en medio de la nada es una forma de expresarse porque aquí lo que sí hay es mucha gente, mucho verde, muchas montañas, mucho campo y muchos monumentos
Que sí que ya sé, que cada día atravieso por lugares inigualables, extraordinarios, pero que los veos y a mí me da igual ocho que ochenta. Oteo desde la colina y percibo la grandiosidad y la belleza de la naturaleza, pero me quedo como estoy. Que por mucho que cierre los ojos y me concentre (como hacen todos; no quiero salirme de la norma), no experimento la divinidad del paisaje. Vaya que siento lo mismo que cuando observo al viajero de enfrente en el metro: nada. Bueno, algo sí noto: cansancio porque ando todos los días 30 kilómetros cargado con una mochila de 10 kilos.
Tengo los pies destrozados, los hombros magullados, la ropa sucia y yo un poco mugriento. Pero lo peor llega al anochecer, en el albergue, cuando hay que socializar. Todos cuentan sus experiencias que, por cierto, son sublimes, soberbias e insuperables. Yo callo. Prefiero no mentir porque este viajecito está siendo un suplicio, una tortura. Llevo un cuaderno de viaje y no he escrito ni una palabra. Lo intento, pero no me sale nada. En algún momento de mi vida, extravié la sensibilidad, si es que la poseí alguna vez.
¡Y todavía queda una semana hasta Santiago de Compostela! Uffff