Algunos de mis más admirados escritores han sufrido el síndrome denominado «no hay huevos de acabar esto». Les ha sucedido cuando las palabras escritas hacen lo que les da la gana, importándoles un carajo las intenciones del autor. Ahí van unos ejemplos:
Fernando
A mi amigo Fernando le encargaron un artículo hagiográfico sobre el alcalde fallecido. Se puso a escribir con tal empeño, que lo que era una columna de prensa pasó a un tomo del Espasa. Lleva meses podando el texto, pero cuanto más lo poda, más brotes crecen y la maraña de letras, que ya ocupaba su despacho, se ha escapado por debajo de la puerta. Invade el pasillo y se ha enrollado en las piernas de su mujer, sin que hasta ahora sepa cómo recortar el maldito artículo.
Dicen que Marcel Prouts escribió las 3.744 páginas de su En busca del tiempo perdido, siete libros, oiga, a partir de los recuerdos que le evocaron el olor de las madalenas. Totalmente falso. Fue el síndrome el que le impedía acabar la obra. Las palabras se le amontonaron de tal manera que tuvieron que hacerle pruebas de ADN para identificar sus restos mortales.
Gonzalo Torrente Ballester me contó, en la mesa camilla de su casa salmantina, que el personaje de Clara Aldán, una don nadie en su novela, empezó a crecer y crecer sin que él pudiera evitarlo y acabó siendo la protagonista de Los gozos y las sombras. Bueno, y Charo López después.
En La peste de Albert Camus, el señor Grand pretende hacer la madre de todas las novelas, pero un vez más las palabras deciden por su cuenta y es incapaz de salir del primer párrafo. Se pasa la vida entera atascado en él: «En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del bosque de Bolonia».
Va a llegar el Juicio Final y la resurrección de los muertos, entre ellos el alcalde de mi amigo Fernando, y el síndrome de «no hay huevos de acabar esto» se ha instalado en mí y ya no sé como terminar…, así que FIN.
Años de deseo y cuando me decido, la acedía anega mi voluntad. Esta abulia ya me pudo invadir en Madrid antes de partir porque ahora, una semana después, me encuentro en medio de la nada y sin decisión.
Bueno, lo de en medio de la nada es una forma de expresarse porque aquí lo que sí hay es mucha gente, mucho verde, muchas montañas, mucho campo y muchos monumentos
Lugares inigualables
Que sí que ya sé, que cada día atravieso por lugares inigualables, extraordinarios, pero que los veos y a mí me da igual ocho que ochenta. Oteo desde la colina y percibo la grandiosidad y la belleza de la naturaleza, pero me quedo como estoy. Que por mucho que cierre los ojos y me concentre (como hacen todos; no quiero salirme de la norma), no experimento la divinidad del paisaje. Vaya que siento lo mismo que cuando observo al viajero de enfrente en el metro: nada. Bueno, algo sí noto: cansancio porque ando todos los días 30 kilómetros cargado con una mochila de 10 kilos.
Tengo los pies destrozados, los hombros magullados, la ropa sucia y yo un poco mugriento. Pero lo peor llega al anochecer, en el albergue, cuando hay que socializar. Todos cuentan sus experiencias que, por cierto, son sublimes, soberbias e insuperables. Yo callo. Prefiero no mentir porque este viajecito está siendo un suplicio, una tortura. Llevo un cuaderno de viaje y no he escrito ni una palabra. Lo intento, pero no me sale nada. En algún momento de mi vida, extravié la sensibilidad, si es que la poseí alguna vez.
¿Existe alguna ley que especifique hasta que edad se puede adoptar un animal? Pues no lo sé, pero parece ser que si no está promulgada, los responsables del Refugio de San Jorge de Cáceres lo han hecho. Que por qué lo comento, pues porque desde hace semanas intento adoptar un gatito y parece que mi edad no les convence a la hora de optar por mi candidatura.
Norma
Las normas impuestas por esta institución parecen encaminadas a que ningún animal abandone esas instalaciones.Para situarnos, tengo 66 años y hasta hace 3 meses una gata, Raisa, que murió. Antes de comprar un gato, pensé en la adopción y me dirigí al refugio. En esa visita, ninguno de los felinos me interesaba (busco un minino de pocos meses). En ese instante, me explicaron las condiciones para la adopción y en ningún momento mencionaron que la edad fuera o no determinante.
Adopción
Hace unos días, revisando el muro de Facebook, descubrí a una gatita preciosa y decidí rellenar el cuestionario de solicitud de adopción; cuestionario que considero invasivo, puesto que hacen preguntas íntimas, pero como se trata de sus condiciones, lo rellené y lo envié por correo electrónico. Además, les hice otra visita, y aproveché para conocer a la gatita. Una voluntaria muy amable me la enseñó.
Edad
Dos días después, como no recibía contestación, volví a escribir para ver qué pasaba y en su correo descubrí que mi edad y mis respuestas escuetas (además de mi sinceridad al afear las preguntas) me invalidan como adoptante de un gato.
Nos hemos cruzado una serie de correos, por cierto, no sé con quién porque yo sí he dado mi nombre y apellidos, pero mi interlocutor del refugio se ha mantenido en el anonimato, que paso a reproducir para que juzguéis vosotros:
Correos
Mi primer correo: Buenas tardes, os mandé el cuestionario para la adopción de la gata Brati, me gustaría saber si habéis decidido sobre el asunto.
Contestación del refugio: Buenos días. En principio hay una persona con la que estamos hablando para ella
Mi respuesta: ¿Incumplo algún requisito del cuestionario que os envié?. Si es así, ¿puedo saber cuál?
Contestación del refugio: Pues con los pocos datos que da en el cuestionario,, sinceramente no lo se, no obstante cuando un animal recibe varios cuestionarios, tenemos en cuenta todo, Consideramos que con según que edad no es apropiado un cachorro, siento que considere invasivo el cuestionario y que le haya molestado tanto no ser el seleccionado, Por nuestra parte sentimos que haya tantos gatos en el refugio que nadie se fije en ellos, sólo por su edad o su color
Respuesta
Mi respuesta: Debe haber algún error. He revisado el cuestionario y están contestadas todas las preguntas excepto la referida al si vivo de alquiler, aprovecho para decirle que no. No me molesta en absoluto no ser seleccionado, desgraciadamente hay muchos gatos donde elegir. Aunque a usted, sí parece molestarle mucho mi opinión sobre su cuestionario. ¿Me está usted diciendo que no puedo adoptar un gato, por mi edad? ¿Cuál es la edad idónea, según usted, para adoptar un gato?Gracias, y mucha suerte a sus gatos.
Contestación del refugio: Igual no me he expresado bien,, aunque creo que ese no es el problema, en ningún momento he dicho que no estén contestadas las preguntas, solo he dicho que hay poca información en las respuestas
Tampoco he dicho que no pueda adoptar un gato por su edad, si usted vuelve a leerlo leerá que no damos cachorros cuando los adoptantes tienen cierta edad, contando que un gato puede tener una esperanza de vida de 16-17 años tranquilamente e incluso a veces más
En lo que si coincidimos es que lamentablemente hay muchos gatos fuera del refugio que usted puede coger y que espero nunca recibamos un correo como recibimos muchos casi a diario , que por su parte diga que ya por su edad no puede seguir cuidando de su gato
Que tenga un buen día
Conclusión
Y aquí se ha terminado nuestra conversación por correo electrónico, e intuyo, nuestra relación. Además, quiero resaltar la contradicción del refugio porque se me dice que no se discrimina por la edad para a continuación resalta que no dan cachorros a adoptantes de cierta edad (no sabemos cuál). Por no mencionar que me vaticinan que viviré 15 años, designio que estoy empeñado en no cumplir.
Lo bueno de tener un gato es que te calienta los pies, te consuela la tristeza, escucha tus conversaciones sin replicarte, te enseña tu lugar en el mundo, siempre un peldaño por debajo de él, y caza las moscas en verano.
Lo malo es que se muere sin pedir permiso y te deja más solo que la una.
Así, que pasado el luto, esto solo lo entenderán los muy gatunos, te pones a buscar otro minino que siga llenando la casa de pelos y que ocupe siempre tu sillón favorito demostrando quién manda aquí.
La tienda de animales
El primer impulso es ir a la tienda de animales más cercana y traerte el gato envuelto en celofán. Y vas, y el atento vendedor te pregunta si has hecho el curso formativo para la tenencia de animales de compañía. Primer problema. Luego te explica la variedad inmensa de bichos de cuatro patas con bigote. Segundo problema. Y, por último, te valora el gato a precio de carne de Wagyu. Último problema.
Sales de la tienda sin gato y con la sensación de traficar con esclavos felinos. Lo que te lleva a pensar en otras opciones para conseguir el animalejo; mucho mas solidarias y baratas, por cierto. Adoptar.
Con la idea de adoptar el gato te reconcilias con tu conciencia. Te sientes solidario, buena gente, salvador de vidas y generoso de narices. Buscas en internet protectoras de animales, perreras municipales, refugios y otras instituciones benéficas pro bichos vivientes.
Y entonces te enfrentas a un nuevo escollo del que no sabias nada. ¡EL CUESTIONARIO!.
Empiezas a rellenarlo. La primera parte pide tus datos personales: nombre, apellidos, dirección… Hasta ahí nada que no sea común. Pero cuando sigues leyendo empieza un interrogatorio que debe estar preparado por la CIA. Veintiocho preguntas que abarcan todos los ámbitos de la vida de uno. Salud, economía, trabajo, capacidad de gasto, convivencia familiar, etcétera. Creo que es el mismo cuestionario que se exige a los aspirantes a astronauta.
Imposible no saber que Shakira le ha dedicado un poema de amor a su ex Piqué. A la hora de escribir este post, el video de la canción contabiliza cuatrocientos cuarenta y tres millones de visualizaciones, dos más que Pepografo esta mañana.
Pues bien, rápidamente pensé: yo tuve un Casio. Y me puse a revolver toda la casa en busca del Santo Grial de los relojes. Mientras lo hacia, me regodeaba pensando en el pelotazo que iba a dar cuando lo mostrase cual trofeo olímpico. Es más, el dineral que me reportaría venderlo en Ebay, Wallapop o la mismísima casa de subastas Sotheby’s. Y lo encontré. Después de 40 años perdido, apareció el reloj; le puse una pila, y de pronto los numeritos surgieron hacia mí parpadeantes, como se despierta de la hibernación un oso pardo, supongo.
Pero al instante todas mis sueños se vinieron abajo: mi fortuna se desvaneció en el aire y los cimientos de Ebay, Wallapop y Sotheby’s temblaron. ¡Mi reloj no era un Casio. Era un Seiko!.
He mandado sendos email a Shakira y a Piqué; a la primera, por si puede cambiar la letra de su canción; y al segundo por si quiere un Seiko con la pila nueva.
La ruta senderista del Río Majaceite es una de las rutas más populares para hacer senderismo en la Sierra de Grazalema, en la provincia de Cádiz, España.
La ruta sigue el curso del río Majaceite y ofrece vistas preciosas de los paisajes naturales de la zona. El sendero tiene una longitud de unos 5 kilómetros y se puede hacer en unas 2 horas y media, depende del ritmo del paseante.
El sendero comienza en el pueblo de Benamahoma, y sigue el curso del río Majaceite a través de bosques de alcornoques, robles y encinas,
así como de algunos cortijos abandonados y antiguas fábricas de harina. También se pueden ver numerosas cascadas y pozas naturales de agua cristalina.
El sendero es de dificultad media y está bien señalizado en todo momento. Es una ruta muy recomendable para cualquier amante de la naturaleza que busque disfrutar de un día de senderismo en un entorno único y con mucho encanto
Y el domingo me daban en casa un duro. Un duro, para los de la Logse, citando a Goyo Jiménez, era una moneda de cinco pesetas. Es decir: cero coma cero trescientos un euros.
Con esa moneda en el bolsillo de mi pantalón corto, salía de casa como un cohete camino de los Jesuitas para la sesión de cine de las tres de la tarde.
En el trayecto pasaba delante del garaje de Transportes Ochoa: «Una organización al servicio del transporte». Rapidez, seguridad, dominio, potencia y seriedad… y ese intangible que, en definitiva, es lo más importante: ESPÍRITU DE SERVICIO.
Más adelante, me cruzaba con el escaparte del Palacio del niño lleno de cochecitos de bebé. A partir de ahí, la primera parada para gastar. Aquella tienda, hoy multitienda, vendía golosinas, chicles Bazooka. El Capitán Trueno, El Jabato, Hazañas Bélicas, Roberto Alcázar y Pedrín, TBO, Pulgarcito, Hola, Semana, Garbo y Lecturas.
«¿Me da Hazañas bélicas?». «Toma, dos pesetas«.
Mientras los soldados americanos avanzaban por el Pacífico, yo atravesaba Los Caídos y me plantaba en la taquilla del cine.
Tres pesetas la entrada. Y se acabó el duro. Pero la tarde no había hecho más que empezar.
Las películas eran de romanos, de Hércules o de Maciste el coloso. Fecha de estreno 4 de octubre de 1962, dirigida por Antonio Lenviola , protagonizada por Chelo Alonso y Dante Dipaolo (de wikipedia).
Maciste era capaz de derribar un templo a empujones y las columnas rebotaban en el suelo como si fueran de corcho. Eran de corcho. La fuerza de aquel tipo me hacía soñar con tenerla yo y así poder arrearle un columnazo a don José, el de Matemáticas.
Cuando el coloso Maciste había acabado con todos los bárbaros habidos y por haber, y le daban como premio un The end, salía corriendo para llegar a la segunda sesión de la tarde en el cine de los Escolapios.
El colegio de los Escolapios estaba en la otra punta. Corriendo como un gamo atravesaba media Pamplona. No había taquilla. Era gratis para los alumnos y sus hermanos, y yo era hermano.
Se accedía al cine por el patio del colegio y allí coincidimos los de sin uniforme y los niños de la inclusa con los babys de rayas y las cabezas rapadas. Años después vi imágenes parecidas en libros del Holocausto.
Las pelis de los Escolapios tenían más mensaje: Marcelino pan y vino, Agustina de Aragón, Fray Escoba…
En fin, dos películas y un Hazañas bélicas por un duro.
Llegaba a casa con la cabeza como un bombo en el que se mezclaban Maciste y fray Escoba, y todavía me quedaban por conquistar varias islas del Pacífico.
Sólo había un nubarrón en las tardes del domingo. Nunca hacía la tarea. A la mañana siguiente don José, el de Matemáticas, seguro que me preguntaría por ella, y yo ni idea.
El padre Goicoechea, el Goico para los de la escolanía, fue un sacerdote de la Congregación de los Redentoristas. Compositor, director de coros, profesor, musicólogo. Una eminencia en su campo. Vivió 93 años. En la actualidad dirige los Coros Celestiales del Séptimo Cielo.
Pero, no es de su dilatada carrera profesional, plena de éxitos, de lo que quiero hablar. Vengo a contar y a cantar la Octava de Mahler.
Yo estrené en España La Octava Sinfonía de Gustav Mahler, la Sinfonía de los Mil, título que se explica por la siguiente suma:
Yo, y otros noventa y nueve niños, y cuatrocientos intérpretes de los orfeones Pamplonés y Donostiarra, y ochenta músicos de la Orquesta Nacional de España y un director, Rafael Frühbeck de Burgos, que era de Burgos, y El Goico. Total: quinientos ochenta y dos intérpretes, de ahí el nombre: Sinfonía de los Mil.
Don José María Goicoeche Aizcorbe, en adelante el Goico, sabía todo de la música y de repartir hostias como panes.
A saber:
1.- Con la llave del coro en la cabeza 2.-Con la mano abierta 3.-Con la regla de madera 4.-Con pellizco de patillas. Modelo don Fortunato 5.-Y otras variantes no incluidas en este contrato
Y todo esto como tributo a Gustav Mahler.
Comenzaron los ensayos de la escolanía. Tras un escrutinio, quedamos veinte elegidos para mayor gloria de San Ignacio.
Después de la última clase de la tarde empezaba el ensayo:
!aaeiioaaaaaaa, aaaaaaeeeeeiiiiiiooooo. aaAAeIIIooAAAAA, AAAAAAEEEEIIIIOOOOAAAAAAA! (cántese en voz alta y vocalizando). Quince minutos de escalas, de aburrimiento y de irse la tarde por la ventana de la clase.
El reto era grande: teníamos que cantar en alemán y en latín. Teníamos doce o trece años y las hormonas frescas como lechugas, y en frente al Goico, que se quitaba la sotana con fuerza volcánica y en mangas de camisa nos gritaba: «¡Silencio a la una, silencio a las dos, silencio a las tres!». Pero el silencio no se producía a las tres. En ese momento, cabreado él, nos pidió una regla y yo, que estaba en la primera fila de pupitres, le ofrecí, inocente de mí, la regla de 60 centímetros nuevecita que había llevado ese día a clase.
La hizo trizas contra el pupitre. Se hizo el silencio y los centímetros rotos yacieron el resto del ensayo entre mis pies.
El sistema de aprendizaje no parece hoy muy ortodoxo, sin embargo ayer era lo corriente.
Pasaban las tardes y nuestro alemán y nuestro latín cada vez sonaban mejor, eso sí, ni idea de lo que cantábamos.
También aprendimos a no llevar reglas a los ensayos.
La bomba fétida
En uno de esos ensayos, Lafuente, de voz primera, tuvo la ocurrencia de tirar una bomba fétida. Curioso, el Goico la olió y el resto de Pamplona también. Los cánticos se detuvieron y comenzó la investigación. «¿Quién ha tirado esa bomba?», preguntó el padre. Silencio absoluto y hediondo. Tras unos minutos en los que el aire se cortaba, sin que apareciese el terrorista fétido, el Goico se sentó en una silla. Nos llamó uno a uno y nos dio sendas hostias como panes. Fin del ensayo por hoy.
Pero no todo era tan doloroso. Las voces sonaban mejor cada tarde y el alemán parecía nuestra segunda lengua, tras el latín.
Viajamos en autobús a Granada. Las casetes de chistes surcaron las carreteras de media España. Tras varios días de ensayos, yo y los otros quinientos ochenta y un intérpretes, estrenamos La Octava Sinfonía de Gustav Mahler.
Éxito arrollador. Felicitaciones al padre Goicoechea por su escolanía. Fotografía de todos los intérpretes a doble página central de la revista Blanco y Negro. Me busqué con una lupa y ni por esas.
De regreso a casa, escuchamos la grabación que el Goico había hecho con un radiocasete. Él estaba emocionado. Nosotros también.
De mi paso por el colegio de Primaria, todavía recuerdo algunos nombres y algunas historias. Los Azagra, Aizpún, Goyena, Álvarez, Lascoity , Fuentes, Morán… eran como yo: niños de siete u ocho años pertenecientes a notables familias navarras. Alumnos de Las Misioneras del Sagrado Corazón, justo detrás de Cristo Rey y cerquita del Tenis.
Eran como yo en lo de siete u ocho años. En los demás nada. Ni mi familia era notable, salvo por las roscas de vino que hacía mi madre, ni era navarra.
Otra diferencia que me separaba de mis compañeros era mi extraordinaria capacidad para no hacer nada. Mientras la clase atendía con fervor misionero las explicaciones de la madre Anunciación sobre las reglas de urbanidad, por ejemplo; a mí me distraía el vuelo de una mosca, sobre todo cuando había, y si no había mosca, la imaginaba. Todo con tal de no pegar sello.
Incomprensiblemente para mí, fui castigado por la madre Landín con el débil argumento que yo había tardado una semana en escribir del uno al cien. No sé por qué hay que poner límite de tiempo a esas cosas, teniendo en cuenta que no me dijeron cuándo debía terminar la tarea.
Fin de Curso
En fin, llegó el fin de curso. La madre Anunciación nos dijo: «Mañana, a la hora del recreo, todos en la puerta. Vendrá Turgel». El fotógrafo de la calle Olite nos haría una foto de toda la clase para recuerdo imperecedero de aquel curso.
Con mi cabeza dispersa en cualquier cosa, no presté atención a la convocatoria; y cuando llegó el momento de la foto, los Azagra, Aizpún, Goyena, Álvarez, Lascoity, Fuentes, Morán y todos los demás se presentaron de punta en blanco, y yo allí con mis gorilas de lona.
Aquellas botas Gorila traían una pelotita de regalo. ¡Eso era marketing!. Las mías se habían ido deteriorando y a pesar que mis pies crecían, las botas no. Resultado: un agujero en la puntera, respiradero para el dedo gordo.
Mi madre, inventora de la economía circular, del reciclado y de la cocina de aprovechamiento, le dio un cosido a la puntera. A mí, aquel zurcido me llevaba por la calle de la amargura. El tiempo que estaba de pie lo pasaba con unas posturas, entra bailarín del Bolshói y niño a punto de orinarse encima. Con el pie derecho me pisaba la puntera cosida del izquierdo y así tapaba la vergüenza.
El maldito día de la foto de grupo parecía que todos mis compañeros habían vaciado la calle Zapatería. Todo eran botas brillantes y zapatos nuevos; a su lado, y en primera fila, mis gorilas remendadas gritando al mundo: ¡Hidalgo lleva la bota zurcida!
En la foto final, de entre los 40 niños hay uno con un pie pisando el otro, como si se estuviera orinando: Hidalgo, el de las botas Gorila.
Mi padre era carpintero, como San José. De San José no se conoce ningún mueble digno de mención, ni siquiera consta que fuera hábil con el torno o maestro con la gubia. De mi padre, sin embargo, quedan muestras de sus trabajos en muchos lugares. Piezas únicas; como un reloj de madera, que funciona, y del que dejo la prueba gráfica aquí.
Era un hombre de pocas palabras en casa y muchas fuera de ella. Sería por la censura de su señora esposa, mi madre, digo yo.
Aquel hombre que puedo ser Carlos Gardel, por su voz profunda; Clark Gable, por sus orejas; Rodolfo Valentino, por sus patillas o el mismísimo Dalí por su ojos grises, decidió renunciar a todo eso, se hizo carpintero y se casó con mi madre, pero eso es para otro post.
De san José no se conoce palabra y de mi padre tampoco muchas. Algún no a mis peticiones de «papa me dejas el coche» o algún toma hijo, mientras me daba un silbato de hojalata, su forma de no tener que mostrarme su cariño con palabras.
Alguna vez me pregunté cuál sería la razón de sus silencios y creo que la encontré en una fotografía dedicada que le propinó su novia, luego su mujer, y luego mi madre, allá por los años 30.
La secuencia es la siguiente: él le manda a su novia una foto con elegancia y sombrero en la que escribe: «A mi único amor con todo cariño, tu Edu«. Y ella, su futura esposa, le contesta con otra fotografía en la que mira al infinito y le dedica: «Con cariño desinteresado de tu Elita«.
Normal. Si alguien dice que te profesa un cariño desinteresado, es como para quedarse frío y mudo. Supongo que hace falta más de una vida para entender eso; y entiendo que pensar en ello todos los días, acabase con las ganas de hablar de cualquiera.
No sé si mi conclusión es real porque, naturalmente, mi padre nunca me lo contó.
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