Todas las tardes salía de su casa hacia el barrio nuevo. Luis, el hombre solitario, se sentaba en un banco y observaba desde la distancia a la mujer de los zapatos rojos que paseaba con su perro. Pensó hacerse con uno como método para acercarse a ella, pero no se atrevía.
No recordaba unos ojos como los de aquella mujer.
Nima ladraba con entusiasmo a cada gato curioso y a todas las motocicletas que zumbaban al pasar.
Luis, enamorado en silencio, contaba las horas para verla. Había organizado su vida en torno a ese momento del día. La mujer de los zapatos rojos, ajena a su admirador, continuaba su rutina diaria, mientras el perrillo comenzaba a reconocer al observador anónimo y lo saludaba moviendo una cola que podría haber sido plumero.
A pesar de su amor no se atrevía a acercarse, temiendo un rechazo que rompería el encanto de su ilusión. Soñaba con que ella lo mirase y lo invitara a unirse a su paseo con Nima.
Esa tarde, el gato del frutero decidió intervenir. Nima se soltó y corrió a la caza del minino, quien, sorprendido, no pudo más que quedarse inmóvil entre los pies de Luis. La mujer levantó la vista y, por primera vez, sus miradas se encontraron. El corazón del hombre latía desbocado, pero el encuentro tomó un giro inesperado cuando Nima, pasando del gato, trepó por los pantalones de Luis, hasta llegar a la cintura, ensuciándolo todo con sus patas.
Los ojos verdes de la mujer se llenaron de risa, con una mezcla de disculpa y diversión. Se ofreció a limpiar los pantalones embarrados. Luis, abrumado por la situación, balbuceó unas palabras de agradecimiento y se fue deprisa, con la cara encendida y el corazón a mil.
Al siguiente día por la tarde, se quedó en casa. Sintió perdida la oportunidad de haber conocido aquel amor. A la misma hora, la mujer de los zapatos rojos, pensando durante su paseo habitual, lamentó su reacción. Había querido hablar con él desde hacía meses y, ahora, temía haber perdido la oportunidad. “Cada vez que lo veía quise invitarle a pasear con nosotros, pero no me atreví a acercarme. ¿Crees que volverá?», le preguntó a Nima.
Y el perro la miró, y tiró de la correa llevándola hacia el banco donde cada tarde Luis esperaba verla pasar.