¿Qué pasa? ¿Qué es este envoltorio que me cubre? ¿Y este frío? ¡Ahhhh! ¡Qué daño! ¿Con qué me he dado? Intento incorporarme, pero mi cabeza choca contra un techo y, al girar, mi cuerpo topa contra una pared. No puedo flexionar ni los brazos ni las piernas. ¿Dónde demonios estoy?
Llevaba 7 años luchando. 84 meses viviendo. 2.555 días gozando y compartiendo instantes. 61.320 horas iniciando la jornada encerrando el sufrimiento en la cocina. El trayecto continuaba conduciendo el tren de la vida. Con altibajos, con vicisitudes y avatares, pero sin apearse del convoy; con paradas imprevistas, con descansos repentinos, pero a velocidad de crucero y con aceleraciones constantes.
Estación valentía
En cada estación, exhibía su valentía, su coraje, su audacia, su plenitud, su disposición a flagelar al dolor con su desprecio e indiferencia. Aderezaba esta demostración con alegría, entusiasmo, felicidad y desmedidas ganas de vivir.
Y, cuando eclipsaba el día, compartía su experiencia y vitalidad con sus incondicionales, a quienes impregnaba de esa energía, de ese empuje, que contribuían a perfeccionar este universo plagado de temores, espantos y sobresaltos, y transformándolo en un lugar espléndido, radiante, amable y generoso.
Ahora, esta maquinista conduce su tren de la vida en otra magnitud, pero velada para eludir el descarrilamiento.
Y, por fin, llegó el día. Años soñando con el premio del Euromillón; años jugando; años imaginando a qué dedicaría el dinero; distribuyendo los millones; haciendo felices a su familia y amigos; decidiendo su futuro holgazán y, ahora, cuando los 600 millones, después de pagar impuestos, se amodorran en su banco, sólo se le ha ocurrido adueñarse de su empresa con un doble objetivo: reflotarla y despedir a los gerifaltes ineptos, incapaces e incompetentes que la hundieron.
La maquinación
Diseña la ejecución de su propósito; boceta los pormenores de su maquinación; bosqueja cada fracción de su anhelo. No serán despidos; eso pertenece a la escala inferior, la de los empleados. A los ejecutivos se les anima a comenzar una nueva etapa.
Encomendará el proceso a una empresa de recursos humanos, cuyo personal, gracias a esa verborrea, a esa palabrería fútil, trivial e insustancial que ellos mismos emplean desde hace años, les exhortarán a dejar las llaves, las tarjetas de crédito, el coche, sus bonos, sus privilegios… Les despojarán de todo su oropel y relumbrón. No mediará justificación. Recibirán la misma medicina que llevan años prescribiendo desde sus despachos para los trabajadores entregados, competentes, fieles, eficaces y capacitados.
Pipipiiií, pii, piiiii… Pipipiiií, pii, piiiii… Otra noche perdida soñando con lo inalcanzable.
¿Por qué me mira así? ¿Por qué me habla de forma tan ñoña?
Soy una gata, no un bebé y comprendo perfectamente lo que me dice.
Entiendo su idioma. Ella es la que no se entera de nada.
Pero a quién se le ocurre comprar un sillón tan colorido y de una tela tan apropiada para mis uñas. Es el rascador más molón del universo: grande, firme, mullido, cálido y, además, terapéutico.
Toca siesta
¡Qué bien me agarro a él! ¡Qué fantástico ejercicio para mis 230 huesos! Y, cuando toca siesta, me acurruco enroscada en el asiento, coloco mi lomo pegado al respaldo, mi cabeza apoyada en las patas delanteras y a dormir.
Yo, feliz; en cambio, esta humana se enfada, cubre el sillón de trapos e intenta ahuyentarme. ¡Qué carácter! Ni que fuera un delito desestresarse.
Por ahora, voy a tranquilizarla: pasaré unos días sin acercarme a mi súper-rascador, pero, en cuanto se confíe, ¡zas! mis zarpas reconquistarán el territorio.
Jamás recibía correo. De hecho, ni recordaba cuándo recogió la última carta. Hasta el banco se había olvidado de ella, pero desde hacía unos días en su casillero aparecían mensajes incompresibles y sin remitente:
«No te olvides, pero NPVST*».
Los amigos
Con los primeros pensó que algún amigo le gastaba una broma. Pero preguntó a todos y ninguno sabía de qué hablaba.
Su inquietud crecía y el desasosiego se apoderaba de ella.
Agotada de tratar de descifrar el significado de los mensajes, decidió enviar una nota: «No te olvides. QSQE**».
Su vida eran los libros. Su vida estaba en los libros. De la mañana a la noche, los libros ocupaban su existencia.
En unos encontraba la aventura; en otros, el conocimiento; en algunos, la recomendación, la amistad, la fraternidad, el amor, el alimento, el reconocimiento…
Ninguno le defraudaba.
Pasaba sus manos por el lomo y las tapas, y ya sentía el vértigo de lo inexplorado y el pálpito del acontecimiento insólito, que le envolvía para trasladar su esencia.
Y aquella noche, con el libro entre sus piernas, sería la última. Ya no habrías más desplazamientos, ni vértigos, ni pálpitos.
Aquella noche, la última noche, con un movimiento rápido, se convirtió en lo que amaba: el libro más sustancial de su biblioteca.
¡Qué sí, chico!; que ya sé que llego tarde, pero, qué quieres. Este ayuntamiento cada día lo pone más difícil y mis piernas ya dan para lo que dan. En fin, no perdamos el tiempo en reproches y al grano.
Te hago un repaso rápido de la semana. A Bruno le ha tocado la lotería. No, hombre, no. No me refiero a la de dinero, sino a que, por fin, ha decidido dejar a esa pelandusca. Ya sabes que nunca me gustó, pero él se empeñaba y no veía más allá de ese cuerpo bonito y esa sonrisa cameladora, pero cínica.
Le avisé porque a mí no me engañó. Ya le dije que nos daría un disgusto y así ha sido. Parece ser que llevaba un tiempo liada con un amigo de nuestro hijo y que todo el mundo lo sabía menos él.
Al final, se ha enterado y la ha puesto de patitas en la calle. Yo ya descanso. Sí, sí, ya sé que ahora toca cuidar de Bruno, apoyarlo, mimarlo y ayudarlo a superar este traspié. ¡Ay, si estuvieras aquí! Todo sería más fácil.
Entre hombres las cosas se llevan de otra manera, pero claro tú, como siempre egoísta, decidiste que para qué seguir viviendo, que ya me encargaría yo de todo, una vez más.
Pues ya ves, sí, me las apaño bien y te necesito para poco, pero… En fin, que me cierran el cementerio y me quedo dentro.
Braulio, hoy no te he traído flores porque la pensión da para poco. A cambio, he limpiado la tumba que, ¡hay que ver!, estas palomas lo que ensucian.
Por cierto, a ver si otro día estás más hablador, que hasta la conversación la llevo yo.
Siempre lamentó la compra de ese piso. Demasiado lejos, demasiado alto, demasiado grande, demasiado todo; pero nunca optó por mudarse. Sin embargo, ahora, tras 40 años de quejas, descubría qué le ataba a él.
Si repasaba su vida, apenas encontraba logros, sí muchos momentos anodinos, banales e insustanciales. Ella era, de por sí, insípida. Ahora se percataba que había dejado que su existencia pasara como un tren sin parada en ella misma.
Pero una mañana, recién jubilada, divisó a través de la ventana de su dormitorio a sus vecinos. Primero, fueron unos segundos; después, minutos y, más tarde, horas y días enteros. A veces no veía nada, pero imaginaba qué hacían, cómo eran sus casas, por qué discutían… Aquello que, al principio, le produjo incomodidad, se convirtió en un motivo para vivir, en una adicción, que le exigía más y más. Necesitaba conocer todo sobre aquellos moradores.
Le hubiera gustado ser invisible, pulular entre ellos y formar parte de sus vidas. A falta de magia, acudió a la guarida del espía. En ella encontró los aparatos más sofisticados y de gran alcance que hubiera imaginado: visores nocturnos y térmicos, micrófonos espías, cámaras wifi, transmisores… Un sinfín de cachivaches que le permitieron entrometerse en las rutinas de sus vecinos sin que lo supieran.
Y así, sin proemio, su curiosidad se desbordó, huroneó sin prudencia y fisgó con desmesura.
Ya era capaz de montar y desmontar sus vidas, mientras la suya se desbocaba desenfrenadamente a un abismo despreciable y abyecto, más sombrío y opaco.
¿Por qué siempre hago lo mismo? ¿Por qué soy tan irreflexivo e impulsivo? ¿Siempre he de hacer lo contrario? Llevan días advirtiendo que la nevada será histórica, que la bajada de temperatura insoportable, que no salgamos de casa y a mí, que llevo meses sin moverme del piso, me entran unas irrefrenables ganas de coger el coche y lanzarme a la carretera.
Y aquí estoy. En medio de la nada, sin poder moverme. Dentro del vehículo, sin comida, sin agua y sin ropa de abrigo. Hasta he olvidado el móvil. Menos mal que la calefacción funciona y el depósito está lleno.
Ya no veo la carretera. He perdido la noción del tiempo. No sé desde cuándo estoy aquí. La nieve lo cubre todo, los limpiaparabrisas se han parado. Ya no dan abasto. Estoy sepultado. Mi coche se ha convertido en un iglú. Tengo que salir para evitar que el tubo de escape se llene de nieve, pero trato de abrir la puerta y está atascada. Si no lo consigo, desconectaré el motor. No puedo permitir que los gases pasen al interior, pero sin la climatización, moriré de frío.
Empiezo a sentir que es el final. Quiero dormir. Me siento muy cansado; el sueño me vence y los ojos se me cierran. Creo que el desenlace ha llegado. No me resisto. Al menos, descansaré.
¡Eh, eh, qué pasa! ¿Quién aporrea mi ventanilla? ¿Ya he llegado al cielo o al infierno? ¿Qué hace un guardia civil en el cielo/infierno? ¿Qué trata de decirme?. No le entiendo. Voy a bajar la ventanilla. Parece que me pregunta si me encuentro bien.
—¿Estoy muerto?
— No se preocupe, le vamos a sacar de aquí. Ya vienen mis compañeros para ayudarme y llevarle al hospital. Ha tenido suerte. Nos íbamos sin usted.
Desde niño se había caracterizado por su compromiso, su sensatez y su responsabilidad; cualidades a las que incorporaba un espíritu jaracarandoso, alegre, desenvuelto, ocurrente y jovial.
Estas peculiaridades marcaban su personalidad y le convertían en una persona cautivadora, seductora y admirable; con un halo de divinidad. Le costaba muy poco conseguir la atención de los demás. Era como un encantador: en cuanto hablaba, todos le seguían; nadie cuestionaba sus ocurrencias; nadie discutía sus acciones. Su entusiasmo era arrollador e irresistible.
Por eso, no vaciló cuando le propusieron ser candidato a la presidencia del gobierno. No reflexionó si era apto o no; si sus capacidades respondían a las necesidades de los ciudadanos; si sus competencias se encontraban a la altura de un estado en crisis; si él disponía de inteligencia, aptitud e idoneidad para gobernar.
Durante la campaña, empleó toda su artillería arrebatadora para encandilar a los votantes. Fue fácil. No fingía. Su campechanía y espontaneidad contribuían a maravillar y a fascinar a un electorado carente de incentivos, estímulos y acicates.
Ahora se encuentra sentado en un sillón, por cierto, lacerante, emplazado en un despacho frío, austero, desapacible e incómodo, y rodeado de personas que le han transformado en un títere, en un espantajo, un mequetrefe sin personalidad con el que maniobran a su antojo. Se sentía un impostor.
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